jueves, 3 de septiembre de 2009

LA ESCOLÁSTICA.

Alrededor del año 500 floreció un escritor, que se presume sirio sin que se sepa a ciencia cierta quién fuera, que escribió como si fuera Dionisio el Areopagita (uno delos conversos de San Pablo, Hechos, 17:34), conocido por ello como Pseudo Dionisio el Areopagita: se le ha considerado el fundador de la sistematización filosófico-teológica que caracterizó a la Edad media: la escolástica. La escolástica fue a la religión cristiana lo que la "Teogonía" de Hesíodo a la pagana: una sistematización intelectual que dio coherencia a una cosmovisión multiforme, sistematización gracias a la que el cristianismo pudo desarrollarse, valga la repetición, sistemáticamente y dentro de casilleros racionales. Los principales escritos de este autor fueron "De los nombres de Dios", "La Teología Mística", "La Jerarquía Celestial" y "La Jerarquía Eclesiástica", fue el único escritor bizantino que tuvo influencia real en Occidente; es citado por todos los autores posteriores, excepto por Anselmo de Cantorbery: Tomás de Aquino (1225-1274), en sus obras, incluye alrededor de 1700 citas del Pseudo Dionisio.
Dos son los principios básicos de su pensamiento: la teonomía, como hoy diríamos, siguiendo a Tillich, es decir, la sujeción de la inteligencia a los dictados de la divinidad, el "creo para entender" de Agustín de Hipona; y la teología negativa, por la cual todo lo que afirmamos positivamente de Dios, lo debemos negar por no corresponder a su naturaleza (en el modo en que lo afirmamos), por ser Él trascendente, incomprensible para nuestra mente: Dios es amor, verdad, belleza, bien; pero al mismo tiempo no lo es, pues no posee dichos atributos con las características con que nuestra mente puede concebirlos, por lo que al predicarlos de Él debemos, inmediatamente, corregir lo que predicamos, negándolo por no ser tal cual lo predicamos. Nada puede nuestra mente conocer de Dios, sino lo que Él nos haya revelado, pero incluso esto está sujeto a la teología negativa, pues no podemos entender los nombres de Dios; de aquí se sigue una teología mística, para desde nuestra suprema ignorancia ascender al conocimiento supremo: Estos dos pivotes, la teonomía y la teología negativa, fueron característicos del pensamiento medioeval (escolástico) y por ello, debemos conceptuar a este autor como escolástico primigenio y aceptar como lapso en que la Escuela se formó y desarrolló, el del siglo VI al siglo XVII. La sistematización del Pseudo Dionisio, unida a las vicisitudes históricas, harían que el pensamiento cristiano occidental, además de alcanzar coherencia y rigor, tuviera, aunque fuera accidentalmente, como correlato las universidades, pues esta filosofía fue la de lo que se aprendía en la escuela (y de ahí escolástica); por eso, a partir del siglo X, sería característica de la cristiandad occidental, el fundar universidades y, consecuentemente, aunque también accidentalmente, que la profesión de filósofo fuera unida a la de teólogo: la filosofía como sirviente de la teología, según el decir de Hugo de San Víctor (+1141) y que los catedráticos, en Occidente, fueran usualmente religiosos, aún después de la Reforma, estuvieron, de hecho y a menudo también de derecho, obligados al celibato, hasta entrado el siglo XIX.
Cosas contingentes, que pudieron haber sido de otra forma, pero que por haber sucedido como sucedieron, hicieron de la profesión del pensar abstracto, de la filosofía y la teología, una vocación de dedicación exclusiva, que imprimió al pensamiento occidental un estilo peculiar.
A pesar del portento de la escolástica, la civilización cristiana, al finalizar el milenio tenía una visión pesimista de la historia y del mundo, producto de su propia insuficiencia cultural, pero también origen de ella, aunque ya había logrado acumular suficientes energías y experiencias, para un despegue de la civilización, que no se hizo esperar, apenas doblado el tormentoso cabo del milenio; un nuevo hombre y un nuevo mundo se estaba incubando, sin que obispos, abades, señores y reyes se percataran de ello. Un mundo nuevo en que habría, otra vez, espacios para la libertad, la sabiduría y la santidad, como nos lo muestra uno de los primeros brotes de esa nueva era: Anselmo de Cantorbery.

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