viernes, 4 de septiembre de 2009

EL I CONCILIO VATICANO.

Esta época culmina, en lo que hace a la Iglesia Católica, con el I Concilio Vaticano (1869-1870), con ocasión del cual la Iglesia romana reafirma su separación del mundo y de la época, condenando las nuevas ideas liberales y decretando la infalibilidad pontificia; Roma se separará así, tajantemente, de la modernidad, la cual incluso será anatemizada (condenatoria del modernismo[4] y promulgación del Syllabus). Esta reacción fue iniciada, paradójicamente, por uno de los pontífices más liberales, Pío IX (1792-1878), papa del 1846 al 1878 (el más largo de los pontificados en la historia de la Iglesia de Roma); ascendió al trono con el beneplácito de todas las cortes europeas, por su historial liberal y su ideología acorde con el espíritu de la época, de lo que pronto dio pruebas manifiestas llevando a cabo una serie de reformas republicanas en los Estados Pontificios. Desafortunadamente, su espíritu reformista fue aprovechado por tendencias extremistas, que pronto quisieron ir más allá de lo que el Pontífice estaba dispuesto a aceptar; se suscitó así la llamada cuestión romana, movimiento derivado de las luchas italianas por lograr la unificación del país, que pretendió crear una monarquía constitucional, con el papa como rey, pero no gobernante; estas vicisitudes resultaron en un cambio de talante en el pontífice, que de liberal pasó a reaccionario, para emplear la terminología en boga. El papa se convenció, según su interpretación de los hechos, de que las fuerzas republicanas lo que buscaban era aniquilar a la Iglesia y que debía levantar un dique lo más poderoso posible contra ellas, constituido por el absolutismo en lo político, y en lo religioso por un centralismo a ultranza en la organización eclesiástica, y por ningún diálogo con el mundo. Esta es, en fin de cuentas, la posición de la Iglesia romana al finalizar el siglo XIX, ella es la depositaria de toda la verdad, de toda la autoridad y la única fuente de legitimación: la plenitud del triunfalismo[5].

Pero no será sólo una cosmovisión triunfalista la que caracterice al cristianismo romano; una llaga más profunda lo consume: el miedo a la libertad. Efectivamente, si estudiamos con atención la visión de la santidad de los espíritus más selectos del catolicismo romano de entonces, impresiona el criterio con que dilucidan los dilemas espinosos, siempre considerando que la justificación personal no está en hacer lo objetivamente correcto, sino lo que la autoridad competente indique, criterio que sentó la premisa para el predominio de un autoritarismo arbitrario, que convirtió al catolicismo romano, cada vez más, en una religión de ocurrencias en la que la Iglesia se atrevió hasta a dictar "mandamientos", sin sustento alguno para toda mente medianamente inquisitiva, pero que debían cumplimentarse para obedecer a la autoridad eclesiástica, voz misma de la divinidad, o al menos con la misma autoridad que el mismo Dios encarnado.

Para quienes se regocijan en la disciplina y las marchas al unísono, como si de una falange ateniense se tratase, este nuevo aspecto del catolicismo romano, donde todo era certidumbre, constituyó un embeleso y, por la capacidad de conversión que posee sobre tales espíritus, más abundantes de lo concebible para una mente libre, resultó una fórmula exitosa de adaptación, que hizo crecer a la fe romana, la cual se difundió con gran éxito. Como contra el éxito es imposible argumentar, los espíritus esclarecidos no tuvieron otro camino que soportar con resignación esta noche oscura, de la que saldría el catolicismo romano sólo hasta el II Concilio Vaticano (1965), como veremos en su momento.

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