viernes, 4 de septiembre de 2009

Josefinismo.

En esta época el cristianismo será efectivamente universal (ecuménico), dejará de ser totalitario como hasta entonces, y ni será hegemónico, ni lo pretenderá. Los esquemas de unidad eclesiástica terminaron en el fracaso y fueron, contrariamente a los propósitos de las partes, el comienzo de la sociedad pluralista contemporánea. Gracias a la paz de Westfalia cada príncipe logró el ius reformandi, el derecho de imponer a los súbditos la religión que él profesara (cuius regio, eius religio), de aquí resulta la libertad religiosa, con igualdad de derechos para católicos, luteranos y calvinistas. Al desaparecer la amenaza musulmana (vencidos en Viena por el polaco Juan Sobieski en 1675) desaparece uno de los motivos principales que empujaban a la unidad, el peligro islámico.
El catolicismo es borrado de la faz de Inglaterra y pierde la hegemonía en Europa, doquiera se impone la supremacía del poder civil. El espíritu católico desfallece, incluso en las artes y las letras. Para empeorar las cosas, la Iglesia se reorganiza y adquiere el perfil burocrático y monárquico que persiste hasta nuestros días (Congregaciones, Secretaría de Estado, nuncios, obispos férreamente sujetos a la Santa Sede, etc.).
Si estudiamos sólo los pronunciamientos de la curia romana quedamos bajo la impresión de una Iglesia celosísima de su independencia, contrario a lo que era la tónica en las otras denominaciones cristianas (ortodoxas y protestantes), apéndices o agencias, en fin de cuentas (excepto en América del Norte), del Estado. Pero la realidad era otra, el catolicismo, desde el siglo XVI se alió a los intereses de las grandes casas gobernantes católicas en Europa.
García Villoslada opina
...la nota preponderante es, sin duda alguna, el regalismo absolutista, que en los siglos XVII y XVIII, con nombre de galicanismo político, derechos de regalía, josefinismo o jurisdiccionalismo de diferente tipo, trata de ayudar a la Iglesia esclavizándola, usurpándole sus derechos sacros y entrometiéndose autoritariamente en cuestiones que no le pertenecen. (pp. 6 y 7).
Estas diversas tendencias de control de la Iglesia católica, este someterla a los intereses del Estado se dan, antes de la Revolución Francesa, tanto en España como en Portugal, Alemania y Francia, en la misma Italia en la Toscana y Nápoles; es decir, en todos los países católicos. Logran, entre otras muchas cargas que imponen a la Iglesia, despojarla de las órdenes religiosas más aguerridas, principalmente de la Compañia de Jesús, suprimida en 1773 (será reinstaurada en 1814) por el papa Pío VI (1717-1799), durante cuyo reinado la Iglesia padece durísima servidumbre a manos de los poderes políticos, especialmente de Napoleón, que ocupa los Estados Pontificios y toma prisionero al papa, quien morirá en el destierro en Valence. Este papa trató de oponerse a la dura sumisión que sufría la Iglesia de parte de la aristocracia europea y marchó para ello a Austria, para atraer al emperador José II hacia una política respetuosa de los derechos eclesiásticos, viajó a Viena, de febrero a junio de 1782, y en todo el trayecto fue recibido en triunfo, resplandeció el triunfalismo eclesiástico y el amor del pueblo, pero nada se obtuvo; la Iglesia continuó, para todo fin práctico, sujeta al Emperador, como lo estaban las iglesias protestantes en los estados protestantes. Era la apoteosis del cuius regio, eius religio, la religión como propiedad del príncipe.
Este predominio del poder civil sobre el religioso, este inmiscuirse del poder civil en las cosas eclesiásticas es conocido como josefinismo, regalismo, galicanismo político, jurisdiccionalismo, según cómo se practicó en cada país, pero en todos implicó que el gobierno se incautó de rentas eclesiásticas, obtuvo el derecho de presentar candidatos para los obispados, de conceder permisos para la labor de las órdenes religiosas y para la difusión de documentos pontificios, así como de pasar al terreno civil asuntos hasta entonces del fuero eclesiástico: matrimonios, disolución del vínculo matrimonial, enjuiciamiento de eclesiásticos, días de guardar, etc., etc. El origen de estas fricciones no hay que buscarlo, antes de la Revolución Francesa, en un deseo de prevalecer sobre la religión, pues la aristocracia católica era profundamente cristiana; se originan más en el excesivo centralismo que Roma venía tratando de imponer desde muchos siglos atrás, sobre todo a través de las órdenes monásticas, y que iba a contrapelo del natural desenvolvimiento de las diversas comunidades cristianas. El ideal de la unidad estaba entrando en crisis a causa de las manifestaciones espontáneas de la vida religiosa en cada comunidad cristiana y por ello las pretensiones imperiales de la Iglesia de Roma fueron combatidas fuertemente, incluso en la edad post-reformista. Lo mismo dígase dentro del seno eclesiástico, donde oponerse al centralismo romano fue la orden del día, como lo muestra palmariamente el sínodo de Pistoya en Italia y el movimiento conciliar francés (galicanismo).
Con la Revolución Francesa la influencia de la Iglesia, vinculada como estaba al ancien régime, decaerá fuertemente. No obstante, la Iglesia Católica se adapta admirablemente a la nueva situación y logra un respiro, incluso un resurgimiento, precisamente cuando era arrastrada al nadir por los acontecimientos históricos; dice Johnson al respecto:
[Pío VII (1742-1823)] Elegido Papa en 1800, su decisión de abandonar la legitimidad y negociar un arreglo con Napoleón le permitió al pontificado emerger, una vez más, como una fuerza independiente en los asuntos europeos.
Esto ocurrió precisamente en el momento en que el fracaso del deísmo y del racionalismo en Francia habían revelado la fuerza residual inherente del cristianismo, más bien del catolicismo, como una religión de masas... Este punto, y su circunstancia, fue brillantemente percibido por Chateaubriand, quien publica Génie du Christianisme en 1802, justamente antes del nuevo concordato.... Los horribles acontecimientos de la década anterior, según él, habían demostrado la fuerza de la teodicea cristiana... (Johnson, 364).
...Tenemos así la paradoja de que la convulsión que amenazaba hundir a la cristiandad romana, acabó dotando al moribundo papado con un nuevo ciclo de vida. Y el papado así renacido, volvió a un tema antiguo, pero con orquestración moderna, al triunfalismo populista. (íbidem,365)[9].

No hay comentarios:

Publicar un comentario