viernes, 4 de septiembre de 2009

La cuestión de la esclavitud.

A William Wilberfoce (1759-1833), filántropo evangélico, debe el cristianismo el haberse librado de la peor de las lacras que hasta el siglo XIX lo tiñeron, la esclavitud, que hacía aparecer como superchería la cacareada pretensión cristiana de amor al prójimo. Lograda la supresión de la esclavitud en Inglaterra, gracias a Wilberforce, sería repudiada pacífica y universalmente en las sociedades occidentales, con excepción de Norteamérica, que lo haría después de una guerra civil sangrienta (1861-65).

Wilberforce estudió en Cambridge, fue electo al Parlamento británico, logró en 1807 una ley para abolir en Inglaterra la esclavitud y otra (cuando ya no era diputado, –dejó de serlo en 1825–, pero no por ello abandonó su campaña contra la esclavitud) aboliéndola en todas las posesiones británicas, poco antes de su muerte, en 1833 (Emancipation Act of 1833).

Podemos, pues, terminar la cronología de estas seis décadas con una flor en el ojal: la erradicación de la esclavitud.

El mandamiento del amor al prójimo sería, por fin, una posibilidad real en las sociedades cristianas, en vez de como hasta entonces, una befa.

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