viernes, 4 de septiembre de 2009

La tentación de la unidad.

No cabe duda, Cristo fundó una única Iglesia: la comunidad cristiana, en la intención de Jesús es única y quienes se separan de esa unidad, se separan de Cristo. ¿Pero cuán una es esta Iglesia una? Evidentemente, en los tres primeros siglos de nuestra religión se tuvo una concepción de la unidad bastante diversa a la del I Concilio Vaticano de fines del siglo XIX, y, ciertamente, las iglesias orientales tienen hoy en día una idea de la unidad distinta a la de Roma, lo mismo que la fe católica anglicana y ni qué decir de las sectas protestantes.

La piedra de escándalo la constituye lo que, paradójicamente, es la presea del cristianismo, su corpus theologicum; a partir de una doctrina sencilla y clara predicada por Jesús, sus santos y sabios han construido una catedral bizantina de descomunales proporciones, en donde cada detalle resulta piedra angular de todo el edificio, con una coherencia e ilación tan cerrada que, aparentemente, no permite esas hendeduras indispensables para la tolerancia de la diversidad de opiniones. Sin duda, la teología ha dado pasos agigantados desde sus albores, –en que se contentaba con definir aproximativamente un credo, para que el catecúmeno diera una esclarecida adhesión a los principios de su iglesia, de su nueva comunidad–, hasta el contrapunteado barroquismo de la dogmática actual, esa complexio oppositorum donde tan poco falta y tanto sobra.

Ese portento intelectual, ya lo dijo Erasmo de Rotterdam, más daña que ayuda, más separa que une. Sobre todo en la Iglesia romana que, arrastrada por una vocación jurídica ancestral, ha empleado esa dogmática no sólo para conocer a Dios, sino para definir réprobos, para anatematizar; el próximo milenio será una oportunidad ecuménica para el cristianismo sólo en el tanto en que dé marcha atrás y pode la fronda dogmática que ahora lo debilita (muchas hojas y muy poco fruto), volviendo, en una primera etapa y a la brevedad posible, a quedarse en el cristianismo de los Siete Primeros Concilios Ecuménicos y olvidándose del fárrago posterior. En una segunda etapa, cabrá también revisar esta dogmática de los Padres de la Iglesia, para ponerla más en consonancia con el mensaje de Cristo, aunque así sufra la milenaria helenización de nuestra fe, puesto que –en el futuro– el modo grecorromano de ver las cosas tendrá poco asidero en las nuevas culturas que accederán al cristianismo y casi ninguno en la mentalidad científica y filosófica del Occidente venidero: dejará así el cristianismo de ser, como lo está siendo hoy cada vez más, una pieza de museo, una joya de anticuario, para renacer en impulso vivificador y santificante, como en tiempos de Jesús.

Presea de la unidad es la pretensión romana de la infalibilidad pontificia. Este dogma es de reciente promulgación (1870) y muy dudoso sustento teológico y es un punto de vista que deberá replantear la Iglesia romana si desea navegar en el próximo milenio, donde su persistencia será posible sólo si se convierte en una comunidad colegial y pone en obra los acuerdos del II Concilio Vaticano. ¿Por qué resulta superfluo este dogma y, en cuanto tal, dañino, al producir tanta reacción contraria? La historia nos aleccciona muy claramente, pues, si los concilios ecuménicos fundamentales (los siete primeros) no estuvieron presididos por el papa, sino por el emperador, fue porque bastante poca era la preeminencia del pontífice romano, digamos lo que digamos los romanos. Roma se limitó a traducir al latín los acuerdos y a enviar representantes que tomaran cuenta y razón de lo acaecido.[6] Estos concilios son, repito, los fundamentales. Y esta es la mayor razón de peso para convencer de que la institución del papado infalible no vale la pena y que no hay que elevarla, con espíritu faccioso, a creeencia[7] que divide, en lugar de unir. Por otra parte, es igualmente evidente que Roma, históricamente, ha logrado una preeminencia real entre las iglesias cristianas y este puede ser un valor que deba mantenerse y que convenga a la difusión del Reino de Dios; entonces mantengámoslo: para ello quizás baste y sobre con lo de primus inter pares, como la experiencia de los ortodoxos y la comunidad anglicana muestran. Quizás baste con copiar lo de ellos, deponiendo la altanería romana.

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