viernes, 4 de septiembre de 2009

Napoleón.

El 28 de diciembre de 1799, apenas proclamado Primer Cónsul (lo fue el 9 de noviembre de ese año), Napoleón Bonaparte (1769-1821) determina acabar con la persecución religiosa, para pacificar Francia, lo que hará en forma decidida, contra viento y marea; ese día proclama la libertad religiosa y termina con la persecución: garantiza la libertad de cultos, devuelve al clero las iglesias no enajenadas, en las que se pudo celebrar misa todos los días, abolió el juramento que el clero debía dar al poder civil, conforme a la constitución civil del clero, sutituyéndolo por una promesa de fidelidad a la constitución. Trató en forma respetuosa a las autoridades romanas, a las cuales no insultaba, como solían hacer el resto de los revolucionarios; lo hizo no porque fuera cristiano, sino porque era sagaz político. Relata el Conde de las Casas en su Diario de la isla de Santa Elena[20], las siguiente opiniones del exiliado emperador:
...en cuanto tuve el poder en mis manos, me apresuré a restablecer la religión, me he servido de ella como de base y de raíz... (p.100)
¿cuáles eran las premisas de esta vuelta de 180 grados respecto de la Iglesia católica?, según Juan María Laboa, pp. 587-8:
Napoleón, ciertamente, no era creyente. Protestante con los protestantes, mahometano con los egipcios, estaba dispuesto a ser católico en un país de católicos, para de esta forma gobernarlos más fácilmente: "Cuando un hombre muere de hambre junto a otro a quien sobra el dinero, no puede aceptar esta diferencia, a no ser que haya una autoridad que le diga: 'Dios lo quiere así; hace falta que existan pobres y ricos en el mundo, pero después, y a lo largo de la eternidad, el reparto será diferente' No es posible una sociedad sin desigualdades, no es posible soportar la desigualdad sin moral, no hay moral aceptable sin religión.
El 15 de julio de 1805 se convendrá en un concordato entre el Imperio de Francia y la Santa Sede. Con esto la Iglesia católica, tira por la borda su alianza tradicional con la aristocracia europea, con el ancien régime, y se alía a las nuevas clases gobernantes, a la emergente burguesía, lo cual le enajena la voluntad de la aristocracia prerrevolucionaria.
Mediante una legislación específica, denominada los artículos orgánicos, Francia reglamenta el concordato en una forma inadmisible, pero de hecho admitida, por la Santa Sede. Esta legislación comprende 77 artículos y fue votada con 228 votos a favor y 21 en contra; restablece el exéquatur regio para todos los actos y documentos pontificios, prohíbe a los obispos reunirse en concilio sin autorización gubernamental, lo mismo que salir de la diócesis sin dicha autorización; se impone un catecismo oficial para la enseñanza de la fe cristiana en el Imperio, la liturgia queda sujeta a aprobación oficial, lo mismo que la fundación de cabildos y seminarios, se impone la enseñanza de los fundamentos galicanos en todos los seminarios; el matrimonio eclesiástico no puede celebrarse si antes no se ha celebrado el civil; en lo pastoral se llega a regulaciones realmente increíbles, hasta el color de las medias de los obispos se regula, así como las vestiduras eclesiásticas, cuándo y cómo utilizar las campanas, etc., etc.
No obstante tantas nimiedades, estos artículos orgánicos tuvieron una faz brillantísima, pues extendieron a los luteranos y calvinistas, y posteriormente a los judíos, los derechos concedidos a los católicos, con lo que la libertad de conciencia se establece en el Imperio, y aunque las iglesias cristianas y la católica han de vivir en un ambiente de ciudadanos de segunda clase, por lo menos lo harán con pleno disfrute de la libertad de cultos.
Igualmente logra la Iglesia católica la libertad para los católicos en Inglaterra, gracias al deseo de la corona inglesa de crear el Reino Unido (Union Act de Inglaterra e Irlanda, del 2 de julio de 1800) que, para ganarse la colaboración de la población irlandesa católica, emancipa a los católicos, es decir, les reconoce los derechos ciudadanos, los que hasta entonces no disfrutaban plenamente.
La era napoleónica, para las religiones cristianas, significa el fin de la persecución religiosa encarnizada, propia del período de la Revolución, y la difusión de la libertad de conciencia y de cultos por toda Europa, aunque no la libertad de las iglesias, pues todas -unas más otras menos- quedan sujetas al poder civil, el cual se entromete en asuntos eclesiásticos; asimismo se tornan profanos y ajenos a la jurisdicción eclesiástica asuntos hasta entonces considerados exclusivos de su potestad, principalmente en lo que respecta al derecho de familia y a privilegios del clero (secular y regular) en asuntos de tributación, procedimientos legales, etc., etc. Estas características,- atenuado el josefinismo conforme se impuso la separación de Iglesia y Estado, gracias sobre todo al desarrollo religioso norteamericano-, continuarán vigentes hasta nuestra época.

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