viernes, 4 de septiembre de 2009

La imitación de Cristo.

Sea cual fuere nuestra conclusión sobre el Cristianismo, en el pasado y en el futuro, no habremos enfrentado adecuadamente el reto que nos presenta la persona de Jesús, cuando nos ponemos en contacto con su mensaje.

¿Podemos dejarlo al margen de nuestras vidas, como un hecho que acaeció, si es que acaeció, y que nos importa tanto, o tan poco, como cualquier otro hecho?

¿O nos arrastrará tras suyo, enamorándonos de Él hasta el punto de no poder vivir nuestra propia vida sino la de Él, como ha sido en la historia?

No importa qué hayamos concluido después de este repaso de las vicisitudes del Cristianismo, desde su existencia hasta nuestros días, no más tratemos de vislumbrar qué será del Cristianismo de hoy en adelante, nos percatamos de que esta doctrina continuará, mañana como hoy y como ayer, enamorando a los hombres y que innumerable inmensidad de ellos continuarán en la adoración del Maestro, y que, para todas estas almas enamoradas de Jesús, la cuestión fundamental será, como es y ha sido, la imitación de Cristo. Pues esto y ninguna otra cosa es la esencia del Cristianismo: ser cristos.

El Cristianismo histórico, en cada momento, es la agregación, sinérgica si eclesial, de cómo cada cristiano imite a Cristo, la clase de cristo que cada uno sea. Todo lo demás es añadidura. El estilo de comunidad que en cada circunstancia resulte, será el producto de la visión vivida de cada uno de los cristos del Cristianismo; así lo fue en el pasado, así lo es ahora, y lo será en el porvenir. Todo lo demás es añadidura. La posibilidad de que esta levadura desaparezca, de que esta sal no sazone, es impensable, por imposible, pues cada vez que los hombres, zafios, descreídos o rufianes que fueren o se consideren, se pongan en contacto con los Evangelios, en alguno saltará, quiéralo o no, una chispa capaz de dar fuego a todo el universo... y entonces en muchos prenderá llama y se difundirá el fuego, de manera que, hasta la consumación de la civilización humana Cristo estará con nosotros, porque siempre habrá cristos que lo vivan. Así lo testimonia el pasado, así lo cumplirá el porvenir.

No digo esto en un momento de entusiasmo, o de fervor, sino con toda frialdad y calculadamente, y creo que bien puedo traer a cuento la opinión de Juan Jacobo Rousseau, quien tan bellamente pudo decirlo y justificar su fe en las palabras que recordé en el sétimo de estos ensayos:[14]

El Evangelio es la pieza que decide, y esta pieza está entre mis manos. De cualquier manera que haya llegado y sea quien sea el autor que lo haya escrito, reconozco en él el espíritu divino. Esto es tan inmediato como sea posible serlo; no hay hombres entre esa prueba y yo.[15]

Pero si Rousseau fuera indigno de confianza para algunos, allí está Saulo, quien igualmente fue vencido por el amor a Jesús y, por una iluminación que le hizo nacer de nuevo, se convirtió en ardiente antorcha que consumiría a la humanidad desde los albores del Cristianismo hasta nuestros días.

Quizás esté tratando este tema con metáforas tomadas de los libros de santidad, de los Flos Sanctorum, y siendo así, sin quererlo, incomprensible. Porque ese enamorarse de Cristo no es algo de elegidos, ni de poquísimos entre los humanos, sino algo por lo que todos pasamos, algo a lo que todos estamos llamados, por nuestra propia carne y nuestra propia sangre, pues todos estamos chorreados en ese molde, por nuestra animalidad, no por nuestra espiritualidad, y en la bestial comunidad de nuestra animalidad es donde radica lo imperecedero del cristianismo. Cierto que muy pocos nos enamoramos de Cristo, cierto que los santos son excepcionales, pero falso que no podamos entender ni estemos llamados a la santidad. Lo que nos sucede es que la desviamos y, en lugar de enamorarnos de quien debíamos, de Jesús, nos enamoramos de las cosas o de otras personas: de nuestra novia, nuestra esposa, nuestros hijos, nuestros padres; y hasta de meras concepciones, como la patria, la libertad, la justicia, la iglesia, la confesión religiosa. Son destinatarios equivocados, pero el sentimiento es enteramente el mismo, tiene la misma vitalidad, la misma capacidad de transformar, de elevar, de trasmutar.

Por ello el cristianismo es vulgar y vernáculo, la santidad es cosa común y cotidiana, algo que cualquiera puede lograr; apenas escarbes bien a Francisco de Asís, a Agustín de Hipona, a Tomás de Aquino, encontrarás a un tipo tan simple y diáfano como cada uno y cualquiera de nosotros: no son superhombres, sino sencillos jornaleros, comunes mozos de cuerda.

Por eso, concluyo, la revolución cristiana no es cosa del pasado, sino que seguirá compañera de nuestro caminar, mientras haya hombres en el camino.

Amén.

Organización colegial de la Iglesia.

Bien entrado el milenio gozarán nuestros descendientes de una Iglesia sin estructuras, como me imagino que fue la de san Pablo. Pero ese será el final, para llegar al cual imagino que Roma dará pasos cada vez más decididos hacia la colegialidad, por modo que el Papa no será, como hoy, soberano de un monolito, sino más bien como un patriarca de las comunidades eclesiásticas ortodoxas, o los arzobispos anglicanos. El II Concilio Vaticano esbozó con trazos suficientes estos cambios, mas el obispo de Roma (¿o su curia?) han logrado posponerlos, posposición quizás providencial –para evitar lo subitáneo– pero que, según pinta, no durará por mucho tiempo.

El sacerdocio.

El orden sacerdotal conserva en la doctrina cristiana occidental, especialmente en la Iglesia romana, múltiples rasgos que más convienen al hechicero que al ministro de nuestro Dios, más designios útiles para la magia que para la religión. Reminiscencia de una religiosidad todavía muy influida por conceptos mágicos, como lo son muchos de los que respaldan o validan la absolución, la bendición de objetos para el culto, la celebración eucarística, el exorcismo, y los demás etcéteras. Que Lutero se rebelara contra este abuso es cosa harto normal y que la Iglesia romana no le haya seguido es sólo evidencia de cuán dura sea su cerviz.

Un ejemplo para hacerme mejor entender, relativo a la consagración en la misa. Para la Iglesia romana, el misterio se pone en obra por las palabras del canon de la misa, dichas tal cual y sin variantes, como si se tratara de una fórmula mágica; es sin duda el prontuario notarial de algún teólogo jurista, de algún canonista, que tanto abundan –y para tan poco provecho– en nuestra Iglesia. No se requiere ser antropólogo titulado para percatarse de que esto está mucho más cerca de la magia (¡blanca, por supuesto!) que de la religión. Si vamos a la teología de nuestros hermanos ortodoxos, y que lo son tanto como nosotros, nos encontraremos que no hay un canon, un encantamiento verbatim, una fórmula mágica en fin, sino una epiclesis, una invocación, una plegaria, que adquiere alguna literalidad, a partir del siglo IV, pero con muchas diversas maneras de expresarla según las diversas liturgias (de san Jaime, san Basilio, san Crisóstomo, san Cirilo, etc., etc.). Algo semejante sucede con la fórmula de la absolución de los pecados. En la Iglesia romana se trata de una fórmula sacramental, entre los ortodoxos de una invocación en que el sacerdote impetra para que al penitente le sea concedido el perdón de los pecados.

Estas literalidades romanas son hoy en día menos importantes (¡por supuesto, para acabar con ellas no es necesario acabar también con la música de Palestrina!) por haber abandonado la teología actual los rígidos criterios aristotélicos, debidos a Guillermo de Auxerre (muerto en 1231), según quien los sacramentos se componían de materia (agua en el bautismo, pan en la eucaristía, etc.) y forma, las palabras tal cual, verbatim, del rito; de esto a magia muy poco había, pero hoy en día la hechicería es menor y los sacramentos se ven como una participación en la vida de Cristo, y podrán ser los que sean y no unos cuantos como otrora, privilegiados por operar automáticamente (ex opere operato), como las pócimas de brujas.

Estando así las cosas, aparentemente el sacerdote especialista y separado del pueblo, sale sobrando y todos podemos ejercer de tales, y, si no lo hacemos, es por razón de conveniencia, la misma por la que no tenemos otras especialidades laborales o académicas, sino la nuestra. Consecuentemente, la misma modificación del culto traerá de suyo la difusión universal del sacerdocio y hará desaparecer la presente reticencia a admitir el sacerdocio de todos y cada uno de los fieles, inconsabidamente implícito en las pretendidas funciones mágicas que le serían propias, resabio que debería desaparecer en cuanto fuera del común saber y entender que eso del sacerdocio es cosa de ordinaria administración.

La universalidad de la Iglesia de Cristo.Cristianismo y culturas.

El cristianismo, en el porvenir, habrá necesariamente de difundirse en Africa, Asia y América Latina; lugares en que se pondrá en contacto con etnias y culturas con una tradición ajena a lo que en los dos milenios de existencia lo ha conformado. En especial la forma mental grecorromana (griega en la filosofía, romana en lo jurídico) que tan profundamente conforma al catolicismo romano, será una dificultad difícil de superar, por cuanto el misionero cristiano se siente ministro de civilización a la vez que predicador de la verdad revelada y, en su mente, no puede separar esta verdad del acto de occidentalizar.

Probablemente la tarea sería imposible, si no fuera porque todo Occidente, la civilización total, está empeñada en difundir el modo europeo de ser, en especial su cultura científica, su globalización económica, su democracia política y los demás etcéteras que constituyen nuestra civilización. Con esto transformarán en alguna medida la mentalidad de esas otras etnias y culturas y las harán más permeables al cristianismo, tal como él es hoy en día.

Pero pronto habrán de aparecer enamorados tanto de Cristo como de las culturas en que se difunda la fe cristiana y capaces por ello de modificar la doctrina del Maestro, en manera que sea compatible con esas culturas, como en el pasado hicieron los Padres de la Iglesia, los padres escolásticos, Tomás de Aquino y tantos otros más; que sea posible lo muestra Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), quien en su Le Phénomène humain (1955) alcanzó una síntesis moderna de ciencia y religión de carácter monumental.[13]

Cuando esto se dé, nuestra religión no será, como hasta hoy, un pegote ajeno y que aliena, sino algo congruente y connatural. Nuestros misioneros entonces se convertirán en adalides de las tradiciones en que trabajan y no las verán como adversarias, sino como amigas, según aquel decir, el que no está contra vosotros, está por vosotros. (Lucas, 9, 50).

La fertilidad en el matrimonio.

El uso del sexo con finalidad procreativa, y no exclusivamente recreativa, es un aspecto crucial de la piedad cristiana, y en esto pareciera que la pastoral una cosa dice y otra tolera e impulsa... que incluso una política de bajo crecimiento demográfico se insinúa como recta y bondadosa. Desde Pío XII, quien aceptó una cierta manipulación de las relaciones sexuales como tolerable y hasta virtuosa, se abrió una brecha difícil de sostener, pues la recreación pasó a primer plano, respecto de la obra de reproducción. Asimismo, debo repetirme, la liberación femenina, es decir, el hecho de que las mujeres sean consideradas como seres humanos plenos, con derecho a iguales derechos efectivos que los hombres, ha significado un replanteamiento de las labores domésticas como no se ha dado en las comunidades humanas desde el descubrimiento de la agricultura.

Habida consideración de estas circunstancias, es obvio que únicamente mediante una profunda y efectiva modificación de la conducta, la psicología y la división sexual del trabajo, será posible recrear una familia cristiana dedicada nuevamente a la propagación de la vida y la educación de los hijos. Hoy la solución no se vislumbra, todo lo contrario, la tragedia amenaza. Pero de alguna manera los cristianos, en su actuar cotidiano habrán de encontrar cómo salir de este callejón sin salida. Si la civilización cristiana no lo logra, probablemente languidezca y muera.

El odio a la vida.

El siglo que termina se ha caracterizado por el odio a la vida, pues nunca en los tiempos anteriores se vieron estragos como en este: guerras universales, genocidios, difusión y estímulo al aborto, conculcación masiva de los derechos humanos elementales, políticas experimentales de empobrecimiento y aniquilación, etc. No implica esto que haya habido un mayor número de mentes demoníacas en este tiempo, pero sí que tuvieron a su disposición recursos muchísimo más eficaces, lo que, desde el punto de vista de la santidad no tiene importancia, pero, además, que no enfrentaron oposición alguna eficaz, ni de cristianos ni de gentiles. Y esto sí tiene importancia desde el punto de vista de la santidad.

En todo lo relativo a la vida como sacrosanta, aunque las iglesias cristianas no han hecho suficiente, sí han mantenido clara su posición, al menos teórica. Ya en la práctica, especialmente si el enemigo fue poderoso y dispuesto a todo, como bajo Stalin, Hitler o Mussolini, se comportaron cobardemente y perdieron credibilidad ante sus propias congregaciones; no obstante, todo parece indicar que al nuevo milenio se está entrando con conciencia más clara, y voluntad más decidida, para evitar la repetición de las conductas criminales de los gobiernos y los individuos que se toleraron en el siglo XX.

El celibato eclesiástico.

Otro punto crítico, y que mancilla la santidad de la Iglesia, es el relativo al celibato eclesiástico; para todo efecto práctico, Roma decidió que quienes predicaran, habrían de ser célibes e impuso así a sus clérigos un yugo que aparentemente sus frágiles espaldas no soportan;[10] ciertamente no existen razones de peso para mantener esta disciplina, como lo demuestra la experiencia de las iglesias ortodoxas y de la iglesia anglicana. Sí las hay, y muchas, de conveniencia. Pero, habida consideración de que el celibato eclesiástico nunca ha sido una realidad, sino una pretensión cotidianamente violada, bien vale, como dice nuestro pueblo, "encontrarle la comba al palo", la componenda que permita la eficiencia del ministerio y tenga cuenta de la debilidad de los ministros. A mi modo de ver las iglesias orientales lo han logrado y nos basta con copiar de ellas, abandonando la altanería romana.

En la Iglesia romana poco a poco se insinúa una solución, al permitir la predicación de ministros que no están vinculados por el voto de castidad, exigiéndolo sólo a quienes se dedican a vida de perfección (religiosos, monjes) y a los que absuelven funciones casi de carácter mágico, con que todavía celebramos la eucaristía y otros ritos.

Aunque no se refiere al tema de la santidad, es oportuno tocar el punto del sacerdocio femenino y, en passant, el de los homosexuales sacerdotes. No obstante la tesitura extremista del actual Pontífice (Juan Pablo II),[11] es evidente que el tema del sacerdocio femenino puede discutirse, y que se ha discutido desde los primeros tiempos de la Iglesia; pretender que Jesús lo repudió implícitamente es suponer demasiado, pues Él actuó en el tiempo, en su tiempo, y en modo tal de ser comprendido por quienes le rodeaban o seguían, y esta era cuestión entonces que ni siquiera se planteaba; cuando el cristianismo se difundió a comunidades en que las mujeres ejercían funciones sacerdotales, también aceptaron esto algunas comunidades cristianas, y así los montanistas, en el siglo segundo, ordenaron sacerdotes y obispos femeninos, aunque la iglesia ortodoxa de su tiempo vio esto como herejía; más común, y aceptable para la ortodoxia de entonces, fue que ellas actuaran como diaconisas;[12] asimismo, durante la Edad Media, influyentes abadesas tuvieron funciones importantes fuera de su abadía, incluso ejerciendo algún señoraje sobre el clero secular. Las primeras mujeres admitidas al sacerdocio lo fueron a raíz de la Reforma protestante (siglo XVII), cuando algunas iglesias abandonaron la organización eclesiástica tradicional basada en obispo, sacerdote, diácono. No será sino hasta el siglo XIX que la ordenación de mujeres se plantee de forma más general, dándole todavía más ímpetu los movimientos sufragistas de principios del siglo XX y el movimiento ecuménico de mediados de este mismo siglo; hoy en día es una cuestión tan crítica como la del celibato eclesiástico y es muy probable, si uno no lee mal los tiempos, que se adopte una componenda muy semejante a la de ese otro problema, admitiéndolas al diaconado, y limitando lo de ser varón y célibe a las funciones de carácter destacadamente mágico que aún retiene el sacerdocio (eucaristía, absolución, extremaunción, ordenación).

En lo que se refiere a la admisión de homosexuales (varones y mujeres) al sacerdocio, no pareciera haber diferencias profundas, pues ninguna de las confesiones cristianas tiene a esta conducta como causa de nulidad del oficio sacerdotal, sino como traición al voto de castidad a que el sacerdote se comprometió.

La vida familiar y el matrimonio.

Las normas de convivencia familiar, de crianza y educación de los hijos, conformes, en la Iglesia romana y casi todas las confesiones occidentales, con el patrón de familia celular, se ven hoy en día erosionadas por la familia atomizada, donde no existe realmente ningún núcleo de referencia estable, sino una convivencia intermitente y superficial, gracias a que sus miembros son educados por gentes e instituciones ajenas a la familia (guardería, Kindergarten, escuela infantil, colegios y universidades residenciales), quedando como contacto con la familia, si acaso, los desayunos, algunas cenas, o los días de descanso, ocasiones en que poco se habla y profundiza en los intereses y afectos familiares; hoy en día somos educados con y por gentes ajenas a nuestra propia sangre y estas costumbres y mentalidad han sido asimiladas por la mayoría de las confesiones cristianas norteamericanas y europeas; es probable, entonces, que sean difundidas al resto de la cristiandad, luyendo el tegumento que arracima la célula básica social. Por ello, no es de excluir que la difusión del cristianismo conlleve una maldición, indetectable e implícita, para sociedades con otra institucionalidad, como otrora sucedió con la difusión de la viruela por los europeos, al ponerse en contacto con los indios americanos, o de la peste bubónica con que decimaron los asiáticos a los europeos al inicio de nuestra era.

Lo que Dios unió, no lo separe el hombre (Mateo, 19, 6); en los versículos siguientes a éste, queda bien claro que Jesús promulgó la indisolubilidad del matrimonio y, como consta en otros párrafos evangélicos, la fidelidad conyugal total, pues con el solo pensamiento se la conculca. No obstante, es también claro que las iglesias constatan cada día más irregularidades en el matrimonio cristiano, tanto que pareciera que los matrimonios unidos por Dios, son más bien la excepción que la regla... y que casi todo matrimonio católico es anulable, es decir, inexistente desde el principio. La práctica cotidiana de la iglesia romana en los Estados Unidos de Norte América, así lo pone de manifiesto, pues allí con gran facilidad se logra que se declare nulo el vínculo.[9] Esta praxis conducirá, conforme se desarrollen los hechos, o a una separación de la iglesia norteamericana de la de Roma o a una modificación de la doctrina sobre la indisolubilidad matrimonial, precisando mejor el sacramento y poniendo de manifiesto que la mayor parte de los matrimonios católicos son contratos civiles, pero no sacramentos, por no estar unidos por Dios. Se dará así, quizás, un "retroceso" y volveremos a lo que debe haber sido la costumbre en la antigüedad, cuando muchos de los cristianos quizás no se unían en matrimonio, sino que vivían en concubinato (costumbre que debe de haber sido, posteriormente, bastante común entre la clerecía, desde que se decretó el celibato eclesiástico); por ello los "matrimonios por contrato" (convenios de vida en concubinato) no serían tan contrarios a la "costumbre cristiana" como les parecen a quienes los repudian por adversar la "civilidad cristiana", la cual es un valor que poco vale, por tener tan poco de cristiana, salvo su apelativo.

La licencia sexual.

Los descubrimientos farmacéuticos que han permitido un "sexo seguro" (sin contagio ni preñez), han tenido como secuela una licencia sexual, una intemperancia generalizada, especialmente en la conducta de las mujeres, ahora tan disoluta como otrora sólo la de los hombres. En lo que respecta a lograr una rectitud efectiva de vida, la doctrina cristiana sigue –como tradicionalmente lo ha hecho– ofreciendo una predicación permisiva e indulgente que hace ilusoria una disciplina de castidad para la mayor parte de los fieles; una vez que campeó la liberación femenina, floreció también la liberación homosexual, enfrentada por la Iglesia en forma indulgente y permisiva, incluso con ocultamiento y casi connivencia cuando se ha dado en el seno de la clerecía.

Si esta disciplina, predicación y pastoral eclesiástica no se revisan para hallar otras que garanticen vidas de rectitud entre los cristianos, la iglesia venidera será ínfima o, si desea permanecer rectora de civilizaciones, la doctrina de Jesús será seriamente deformada.[8]

La vocación de santidad divina.

¡Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto! (Mateo, 5, 48) es el lema de la vida cristiana y lo que ha de distinguir a la comunidad de fieles que es su iglesia, la cual ha interpetado con diferentes énfasis en qué consista esta perfección: la indisolubilidad matrimonial; la castidad del cristiano; el voto de pobreza, de obediencia, de castidad de los entregados al Señor; el espíritu de oración y santificación de las fiestas; el repudio de la violencia; la vida en comunidad, incluso la comunidad de bienes.

Sobre las variantes de cada uno de estos modos de vivir la santidad, entramos en el tercer milenio con muchas dudas y sin una clara visión de cuál sea la respuesta adecuada.

La tentación de la unidad.

No cabe duda, Cristo fundó una única Iglesia: la comunidad cristiana, en la intención de Jesús es única y quienes se separan de esa unidad, se separan de Cristo. ¿Pero cuán una es esta Iglesia una? Evidentemente, en los tres primeros siglos de nuestra religión se tuvo una concepción de la unidad bastante diversa a la del I Concilio Vaticano de fines del siglo XIX, y, ciertamente, las iglesias orientales tienen hoy en día una idea de la unidad distinta a la de Roma, lo mismo que la fe católica anglicana y ni qué decir de las sectas protestantes.

La piedra de escándalo la constituye lo que, paradójicamente, es la presea del cristianismo, su corpus theologicum; a partir de una doctrina sencilla y clara predicada por Jesús, sus santos y sabios han construido una catedral bizantina de descomunales proporciones, en donde cada detalle resulta piedra angular de todo el edificio, con una coherencia e ilación tan cerrada que, aparentemente, no permite esas hendeduras indispensables para la tolerancia de la diversidad de opiniones. Sin duda, la teología ha dado pasos agigantados desde sus albores, –en que se contentaba con definir aproximativamente un credo, para que el catecúmeno diera una esclarecida adhesión a los principios de su iglesia, de su nueva comunidad–, hasta el contrapunteado barroquismo de la dogmática actual, esa complexio oppositorum donde tan poco falta y tanto sobra.

Ese portento intelectual, ya lo dijo Erasmo de Rotterdam, más daña que ayuda, más separa que une. Sobre todo en la Iglesia romana que, arrastrada por una vocación jurídica ancestral, ha empleado esa dogmática no sólo para conocer a Dios, sino para definir réprobos, para anatematizar; el próximo milenio será una oportunidad ecuménica para el cristianismo sólo en el tanto en que dé marcha atrás y pode la fronda dogmática que ahora lo debilita (muchas hojas y muy poco fruto), volviendo, en una primera etapa y a la brevedad posible, a quedarse en el cristianismo de los Siete Primeros Concilios Ecuménicos y olvidándose del fárrago posterior. En una segunda etapa, cabrá también revisar esta dogmática de los Padres de la Iglesia, para ponerla más en consonancia con el mensaje de Cristo, aunque así sufra la milenaria helenización de nuestra fe, puesto que –en el futuro– el modo grecorromano de ver las cosas tendrá poco asidero en las nuevas culturas que accederán al cristianismo y casi ninguno en la mentalidad científica y filosófica del Occidente venidero: dejará así el cristianismo de ser, como lo está siendo hoy cada vez más, una pieza de museo, una joya de anticuario, para renacer en impulso vivificador y santificante, como en tiempos de Jesús.

Presea de la unidad es la pretensión romana de la infalibilidad pontificia. Este dogma es de reciente promulgación (1870) y muy dudoso sustento teológico y es un punto de vista que deberá replantear la Iglesia romana si desea navegar en el próximo milenio, donde su persistencia será posible sólo si se convierte en una comunidad colegial y pone en obra los acuerdos del II Concilio Vaticano. ¿Por qué resulta superfluo este dogma y, en cuanto tal, dañino, al producir tanta reacción contraria? La historia nos aleccciona muy claramente, pues, si los concilios ecuménicos fundamentales (los siete primeros) no estuvieron presididos por el papa, sino por el emperador, fue porque bastante poca era la preeminencia del pontífice romano, digamos lo que digamos los romanos. Roma se limitó a traducir al latín los acuerdos y a enviar representantes que tomaran cuenta y razón de lo acaecido.[6] Estos concilios son, repito, los fundamentales. Y esta es la mayor razón de peso para convencer de que la institución del papado infalible no vale la pena y que no hay que elevarla, con espíritu faccioso, a creeencia[7] que divide, en lugar de unir. Por otra parte, es igualmente evidente que Roma, históricamente, ha logrado una preeminencia real entre las iglesias cristianas y este puede ser un valor que deba mantenerse y que convenga a la difusión del Reino de Dios; entonces mantengámoslo: para ello quizás baste y sobre con lo de primus inter pares, como la experiencia de los ortodoxos y la comunidad anglicana muestran. Quizás baste con copiar lo de ellos, deponiendo la altanería romana.

LA IGLESIA CATÓLICA ROMANA EN EL TERCER MILENIO.

La Iglesia Católica Romana, como lo puso de manifiesto con el II Concilio Vaticano, es la confesión cristiana que manifiesta, hoy en día, mayor vitalidad y empuje, la única con ímpetu de catolicidad, por lo que es probable que sea ella la que lidere el desarrollo del cristianismo en los tiempos por venir; pero ese mayor empuje en modo alguno significa que haya superado profundas contradicciones o que esté adecuadamente preparada para ser fiel apóstol de la predicación cristiana. El próximo milenio verá una cristiandad muy diferente, porque menos occidental (europea), desarrollándose en un medio intelectual y espiritual radicalmente distinto del grecorromano-gótico de los dos milenios ya vividos; arrastrará muchos problemas e hipocresías insuperados, pues una cosa es la que predica la Iglesia romana y otra la que de hecho practican sus feligreses. Analicemos si esta confesión tiene probabilidades, en el próximo milenio, de permanecer unam, sanctam, catholicam et apostolicam ecclesiam.

El reino de Dios.

Hace dos milenios Jesús planteó una cosmovisión revolucionaria, de la que se desarrollaría la Cristiandad. Pero es difícil superar una molesta incongruencia que la acompaña desde entonces, pues el árbol pujante que creció a partir de aquella pequeña semilla, parece haber dejado de lado lo esencial del mensaje del Maestro, de su cosmovisión, a saber, el Reino de Dios.

En efecto, si uno lee los evangelios sinópticos, encuentra un mensaje llano, simple, centrado en la creación del reino de Dios en el mundo, y casi de inmediato, durante la vida misma de los apóstoles; pero esta anhelada parusía ("presencia"), esta segunda venida del Señor ni se dio, ni se ha dado.

Jesús no habló tanto a la inteligencia, como a la voluntad, propugnó no tanto por comprender las cosas de otra manera, como por vivir la vida de otra forma. Pero la transformación que predicó ni se dió ni se ha dado, y la constatación de que ello era así se hizo patente en la posposición sine die de la ansiada parusía.

La Iglesia se quedó, entonces, con las manos vacías; como esto era inadmisible, se ensimismó, y el Reino de Dios se hizo coincidir con lo que tenía, con lo que había logrado, con la asamblea de los cristianos, con la Iglesia (palabra que significa, en efecto, "asamblea"), asamblea que se empeñó en un continuo examen de conciencia, de búsqueda y explicación de su propia identidad, más que en poner en obra el reino de Dios. Esta obra intelectual resultaría en la más maravillosa logomaquia (atender más a las palabras que a la sustancia del asunto) lograda jamás por la mente humana; pero con abandono casi total de la segunda venida del Señor, de lograr la justicia y la santidad en la Tierra, de instaurar el Reino de Dios.

En esta variación de enfoque fue protagónico Pablo, un santo ajeno a Jesús, a quien no conoció, autodenominado apóstol y cuyo propósito fue, más que todo, independizar de la ley mosaica a la nueva cosmovisión, convirtiéndola así en ecuménica, en lugar de palestínica: el Cristo hebreo se universaliza y, como señor de la muerte que es en Pablo (la resurrección de Jesús es crucial para la concepción paulina), adquiere atributos divinos y, una vez que se da este salto de la mesianidad a la divinidad, el examen de conciencia eclesiástico –la búsqueda de la congruencia intelectual– se enreda; en desenredar esta monumental madeja se consumirán los primeros siete concilios ecuménicos, cuya materia es precisamente definir quién y qué sea Cristo, para lo cual han de definir quién, qué y cómo sea Dios, la divinidad de la nueva religión trinitaria que hasta hoy perdura.

Esta proeza intelectual es de las más complejas en la historia del pensamiento, presea[5] que la humanidad debe a la Cristiandad.

Quizá todo habría sido para bien, si no fuera por el odium theologicum, por el desmesurado apasionamiento con que se hizo, por el afán persecutorio que descarriló este empeño. Porque esta meditación sobre la divinidad del Maestro y de su Padre, en lugar de alegrarse con las distinciones y novedades que iba "maginando", las empleó para excomulgar, anatematizar, a quienes no compartieran la totalidad de una visión única, la ortodoxa. El cristianismo inicial, que toleró mucha diversidad teológica, evolucionó a una férrea visión unitaria y –sobre todo en Occidente– a una definición jurídica y legalística de la cosmovisión, que originaría multitud de sectas mutuamente excluyentes, lo que lo convertiría, de vínculo de unión, en espíritu de discordia y de facción. Esto más en Occidente, como ya se dijo, que en Oriente y sobre todo a partir del siglo IV, cuando un santo de religiosidad tanto profundísima como insensata, Agustín de Hipona, construirá un cristianismo a su medida, el cual será la camisa de fuerza que hasta el presente nos amarra; su nefasta influencia en lugar de disminuir aumenta, cuando un fervoroso discípulo suyo, de religiosidad igualmente sublime, Martín Lutero, en lugar de permitir que la doctrina agustiniana continuara desleyéndose, como venía haciéndolo, le da nuevo vigor y la resucita poderosa para campear hasta nuestros días.

El concepto de Dios.

La concepción hoy imperante sobre la divinidad, entre los intelectuales que aún la aceptan, es intelectualmente incompatible con el concepto cristiano de Dios, al menos como se desarrolló entre los antiguos a partir del siglo II de nuestra era, en contraposición a la concepción de los gentiles ilustrados. El Dios inmutable, trascendente, motor inmóvil, del paganismo, fue suplantado por el Dios hebreo, providente e inmiscuido en la historia, taumaturgo y socorro de los afligidos, tan con-natural a la cosmovisión cristiana que escasamente logramos ni tan siquiera plantearnos la divinidad antigua. El cristianismo no fue ni es, simplemente una religión, sino específicamente una soterología; de donde dimana su profundo atractivo para las multitudes humanas, cuyo principal sentimiento es la percepción vital de su condición de criaturas, con un implícito desamparo radical y una incontenible necesidad espiritual de auxilio, de protección, de providencia salvífica y santificante, convencidos, como estamos, de que por nosotros mismos nada podemos. Sin duda esto fue así en toda la cristiandad hasta el siglo XVII, pero entonces, entre los ilustrados, comenzó la resurrección del Dios pagano, motor inmóvil ajeno a la historia; resurrección desapercibida inicialmente, pero que fue injertándose en el pensamiento "científico" sin que pudiera ser combatida su hipótesis, ni su tesitura, ni sus exigencias posteriores.

Que estábamos comenzando a creer en una nueva divinidad, nunca quisimos enfrentarlo, por el tabú que precluyó plantearse una hipótesis tan descabellada como la imposibilidad en que se encuentra Dios, si es que fuera divino, y contrariamente al Dios cristiano, de hacer milagros. Esto, "Dios no puede hacer milagros", tan evidente para el filósofo pagano, es para el cristiano una contradictio in adjecto,[2] pues, contrariamente al pagano, el Dios cristiano está inmerso en el mundo, no es ajeno a él; así como aquellas deidades menores de la superstición antigua, los dioses paganos, se inmiscuían en las cosas de los hombres, lo hace nuestro Dios, que no es inmanente –no se queda dentro de sí mismo–, sino trascendente, se va a las cosas, tanto que parece haberlas creado precisamente para holgarse en ellas.[3]

Asimismo, al pensamiento moderno le es ajena, extraña, la noción de causa final. [4] En lugar de una teleología (una doctrina de las causas finales) la ciencia moderna razona desde las causas eficientes, desde los antecedentes de un resultado, y, si constata la existencia de un orden, no lo atribuye a un designio de la naturaleza, sino que sería un resultado "natural", no el logro de un designio; esta forma mental es adversa a la idea de una divinidad, sea cual fuere, así como la otra le es proclive.

Descristianización del cristianismo.

El éxito puede ser letal, y es precisamente por su éxito que el cristianismo, en nuestros días, ha perdido su carácter, transformándose de religión en civilización. Por primera vez en la historia vivimos una civilidad ecuménica y cristiana. Pero eso no quiere decir que, al mismo tiempo, se haya dado un fortalecimiento de la religiosidad, menos todavía de la religiosidad cristiana.

El hombre interior contemporáneo, contrariamente al hombre exterior (social) contemporáneo, es quizás el menos cristiano de la historia. Pues si el mensaje de Cristo es la concepción de Dios como Padre, difícil será encontrar quienes hoy verdaderamente vivan esa creencia; en primer lugar por el agnosticismo (¿o ateísmo?) profesado generalmente y en segundo lugar porque a la idea de la filiación común se ha sustituido una de fraternidad, más fincada en la comodidad y oportunidad (conveniencia, ventaja) de un modo de conducta, que en el efluvio hacia el prójimo de un amor ardoroso por nuestro creador.

La verdadera crónica de la cristiandad no debería ser, como esta, una reseña del acaecer de las colectividades humanas, sino de los verdaderos cristianos, y sería muy diferente de estos ensayos que he escrito, que no son, en fin de cuentas, sino una historia profana de lo sagrado, en vez de una historia sagrada de los elegidos, una monumental hagiografía. En cuanto nos percatamos de ello, adquirimos conciencia de cuán diferente es esa realidad respecto de la presente y de la imposible labor de emprenderla, al sernos imposible determinar quiénes sean aquellos cuya historia deberíamos relatar.

Pero si lo pudiéramos hacer, nuestras conclusiones serían harto entusiastas respecto de esa cristiandad de los santos, cuya vitalidad como levadura y su fidelidad como criaturas sería admirable. El hosanna sería irrestricto y jubiloso, en vez de este dubitar sobre el cristianismo a que llegamos al final de esta jornada.

La paradoja del cristianismo es la inmensa productividad de la levadura de sus santos, que han transformado las generaciones anteriores para crear una civilización cristiana; pero este resultado es concomitante con la profanación de lo cristiano, con el abandono de los elementos específicamente religiosos para convertirse en una concepción del mundo, en una cosmovisión derivada de una tradición que en algún momento fue religiosa, trascendente, pero que ya no lo es más, desde que Occcidente, con su predominio de lo científico y lo experimental en vez de las concepciones fundamentalmente místicas de otrora, se convirtió en la civilización ecuménica.

Si analizamos los diversos momentos del espíritu en que nuestra cristiandad deja de ser cristiana, primeramente encontraremos una gran falla en el concepto de Dios entre la intelectualidad de los países cristianos.

Vicisitudes de la cristiandad. 1869. 1990.

Año Acontecimiento
1869­70 I Concilio Vaticano. Se decreta la infalibilidad pontificia el 18 de julio de 1870
1871 Carlos Darwin publica "The Ascent of Man". Formación de la Antigua Iglesia Católica ("Old Catholic Church"). La Iglesia anglicana deja de ser religión oficial en Irlanda
1872 Kulturkampf en Prusia; los jesuitas son expulsados de Alemania. El patriarcado de Constantinopla condena al exarcado de Bulgaria
1873 Finaliza la persecución de cristianos en Japón, gracias a presiones diplomáticas occidentales
1875 Elena Blavatsky funda la Sociedad Teosófica en Nueva York. Mary Baker Eddy publica "Science and Health" ("Christian scientists"). Son abolidas las órdenes religiosas en Prusia (Kulturkampf). En Ginebra se funda la Alianza Mundial de Iglesias Reformadas y Presbiterianas ("World Alliance of Reformed and Presbyterian Churches")
1878 Heinrich Treitschke comienza el movimiento antisemita en Alemania. En Berlín el predicador Adolf Stoecker funda la "Christlich-Soziale Arbeitspartei" (Partido Laborista Social Cristiano)
1878­92 Rivalidades misioneras en Buganda
1879 En Francia se promulgan leyes contra los jesuitas. Santo Tomás de Aquino es proclamado Doctor de la Iglesia. Comienzan las misiones metodistas a las islas Salomón. Se declara la autocefalía de la Iglesia ortodoxa serbia
1879­82 Se implanta la educación laica en Francia
1881 Los archivos vaticanos se abren a los investigadores. Westcott y Hort: Nuevo Testamento en griego
1884 En Francia se reestablece el divorcio. Se funda la Iglesia nacional de Tembu. Primeros misioneros protestantes residentes en Corea
1885 Los mormones se dividen en seguidores y opositores de la poligamia. Simán Kimbangu, profeta congolés. El Arzobispo de Canterbury establece contacto con los cristianos asirios. Formación de la Iglesia ortodoxa rumana
1886 El Arzobispo Jaime Gibbons de Baltimore es nombrado cardenal. Se establece la jerarquía católica en la India
1887 Sir Tomás Moro es beatificado (será canonizado en 1935) por León XIII
1889 Brasil es declarado república; se declara la separación de la Iglesia y el Estado. Fundación de Rhodesia
1890 Muere el cardenal Newman. J.G. Frazer publica "The Golden Bough". Lavigerie, arzobispo de Argelia bajo órdenes de León XIII, jefea el "Ralliement" a favor de la República Francesa.
1891 León XIII publica la encíclica Rerum Novarum, sobre la condición de las clases obreras. Capitán Frederick Lugard ocupa Buganda para la "British East Africa Co."
1892 Mangena Mokoni funda la "Ethiopian Church" en Suráfrica; posteriormente será la "Order of Ethiopia" dentro de la Iglesia anglicana
1894 El Partido Laborista australiano es respaldado por muchos católicos romanos. Dreyfus es condenado por una corte marcial francesa
1895 Primera piedra de la catedral de Westminster (católica) en Inglaterra. Comienzos de la "World Student Christian Federation" (SCM) Federación Mundial de Estudiantes Cristianos
1896 Theodor Herzl publica "Der Judenstaat" (El Estado Judío) fundamento del sionismo. En Canudos (Brasil) un movimiento milenialista encabezado por un "taumaturgo" llamado el Consejero tiene un cruento enfrentamiento con las tropas federales. Roma declara nulas e inexistentes las ordenaciones anglicanas
1898 Primeros misioneros protestantes en las Filipinas (independizadas en este año y ahora bajo dominio norteamericano)
1899 Primera Hermandad Bosquimana ("Bush Brotherhood") en Australia. León XIII condena el "Americanismo"
1900 Sigmund Freud publica "La Interpretación de los Sueños". Levantamiento Boxer en China: los misioneros y los chinos cristianos son perseguidos
1902 Benedetto Croce publica "Filosofía del Espíritu". La Iglesia Filipina Independiente se separa de la Iglesia Católica
1903 Pogroms antisemitas en Rusia
1904 Separación de la Iglesia y el Estado en Francia. Max Weber publica su "La Ética Protestante y el Nacimiento del Capitalismo"
1905 Nihon Kumiai Kirisuto Kyokai (Iglesia Congregacionalista del Japón) se independiza del control misionero occidental; es seguida por otras iglesias protestantes japonesas
1906­7 Separación de la Iglesias y el Estado en Francia; el Estado se adueña de las propiedades eclesiásticas
1907 H. Bergson publica "La Evolución Creadora". William James publica "Pragmatismo". La encíclica papal "Pascendi gregis" condena el modernismo. En Inglaterra se funda la Iglesia Metodista Unida. Walter Rauschenbusch en su "Cristiandad y la Crisis Social" proclama el Evangelio Social
1908 G. Sorel publica "Reflexiones sobre la Violencia". La Santa Sede declara que Estados Unidos y Gran Bretaña no son ya "países de misiones" y los da de baja en la Congregación de Propaganda Fide. Los protestantes fundan el Consejo Federal de las Iglesias en los Estados Unidos de Norte América. Unión de los presbiterianos, Congregacionalistas y las Iglesias reformadas holandesas en India del Sur, creando la "South India United Church". Frank Weston obispo en Zanzíbar
1909 Población judía mundial: Rusia 5.200.000, Austro-Hungría 2.000.000, Estados Unidos 1.700.000, Alemania 600.000, Turquía 400.000, Inglaterra 200.000, Francia 100.000
1910 Conferencia Mundial de Misiones Protestantes en Edimburgo
1912 La Iglesia de Escocia promulga un "Prayer Book" revisado. Misión Australiana Interior ("Australian Inland Mission") con un servicio médico aéreo
1913 Miguel de Unamuno publica "Del Sentimiento Trágico de la Vida". J. Chilembwe, profeta nacionalista in Nyassaland. Albert Schweitzer parte hacia África como misionero médico. Deportación de monjes rusos de Athos acusados de onomatolatría
1914 Se fundan las Asambleas de Dios, afiliadas a la Iglesia Pentecostal en Norteamérica. Se declara no oficial la Iglesia anglicana en Gales (a partir de 1920)
1914­18 Primera Guerra Mundial
1915 Nacimiento del segundo Ku-Klux-Klan (movimiento anticatólico, antijudío y antinegro) en los Estados Unidos
1916 Carlos de Foucauld, antiguo soldado y eremita, es asesinado en el oasis de Tamanrasset: sus "comunidades de los hermanitos de Jesús" siguen sus enseñanzas
1917 Reestablecimiento del patriarcado en Georgia
1917­18 Se crea el Concilio de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Se reestablece el patriarcado de Moscú
1918 Oswald Spengler: "Untergang des Abendlandes" (La Decadencia de Occidente). El gobierno soviético decreta la separación de la Iglesia y el Estado en la U.R.S.S.
1919 Separación de la Iglesia y el Estado en Alemania. Karl Barth: "Epístola a los Romanos", fundamento de la teología dialéctica. Los obispos católicos de Norteamérica publican un programa de reconstrucción social. Declaración del patriarcado de Constantinopla en favor de la colaboración ecuménica de las iglesias
1920 Benedicto XV canoniza a Juana de Arco. Reestablecimiento del patriarcado serbio. La Conferencia de Lambeth de los obispos anglicanos clama por la unidad cristiana
1921 El profeta Simon Kimbangu funda la Iglesia de Jesús
1922­3 El cardenal Juan Benlloch y Vivo visita Latinoamérica para promover la Hispanidad (idea de que la identidad latinoamericana radica en el catolicismo hispánico)
1924 Disolución del estado y califato otomano. Autonomía de la Iglesia Ortodoxa Finlandesa. Autonomía de la Iglesia Ortodoxa Polaca
1925 La Iglesia Ortodoxa Rumana adquiere el status de patriarcado
1927 En Lausana se funda el movimiento Fe y Orden. A. Hinsley nombrado primer visitador apostólico de las misiones católicas del Africa Británica. El Metropolitano Sergii Stragorodskii acepta el reconocimiento de la Iglesia Ortodoxa Rusa por las autoridades soviéticas
1928 Conferencia del Consejo Misionero Internacional en Tambaram, India del Sur. Alfred E. Smith, primer candidato católico a la presidencia, pierde las elecciones en Norteamérica
1929 Tratado Laterano entre Italia y la Santa Sede
1932 Unión de la Iglesia Metodista Unida con las iglesias Wesleyanas y las Iglesias Metodistas Primitivas. El "Moral Man and Immoral Society" de Reinhold Nieburs simboliza el nacimiento de un nuevo realismo protestante
1933 El teólogo Paul Tillich abandona Alemania y parte a los Estados Unidos de N.A. (muere en 1965)
1934 Creación de la Iglesia Confesora en Alemania, adversando la iglesia promovida por el nacionalsocialismo.
1936 Propaganda Fide acepta que los ritos Shinto son de carácter civil y no religioso
1937 Autocefalía de la Iglesia Ortodoxa Albanesa
1938 F. Buchman, fundador del Grupo de Oxford, lanza el "Moral Rearmament"
1939­45 Segunda Guerra Mundial
1940 Fundación por Roger Schutz de la orden religiosa ecuménica Taize
1943 Concordato de la Iglesia Ortodoxa Rusa y Stalin. George Bell, obispo de Chichester, condena el bombardeo de las ciudades alemanas
1945 Fin de los intentos del gobierno japonés de controlar la religión en el Japón y otros países. En Corea del Norte los comunistas imponen restricciones a la religión. Se crea la federación de iglesias evangélicas en las Alemanias del Este y del Oeste (estas últimas deberán separarse en 1969 por presión gubernamental)
1946 Abolición del rito uniato (católico) en la URSS
1947 Independencia de la India y de Pakistán. Fundación de la Iglesia del Sur de India (unión de anglicanos, metodistas y la Iglesia Unida del Sur de India)
1948 En Amsterdam se funda el Concilio Mundial de Iglesias (el patriarcado de Constantinopla es miembro fundador)
1949 Billy Graham (baptista) comienza sus giras evangelizadoras. Los comunistas chinos prohíben el proselitismo cristiano.
1950 Pio XII proclama el dogma de la Asunción de la Virgen María.
1953 El Patriarcado de Constantinopla reconoce a la Iglesia Ortodoxa Búlgara
1958­64 Campaña antirreligiosa en Rusia bajo Khruschov
1958 En China, con la oposición del Vaticano, los curas locales eligen y consagran obispos. El cardenal Roncalli es elegido Papa (Juan XXIII)
1959­65 Fidel Castro toma el poder en Cuba, limita las libertades religiosas
1961 La Iglesia Ortodoxa Rusa y la mayoría de las iglesias ortodoxas orientales se adhieren al Concilio Mundial de Iglesias, no así la Iglesia Católica romana
1962­5 Segundo Concilio Vaticano de la Iglesia Católica
1966 El Arzobispo anglicano Ramsey de Canterbury visita al Papa Pablo VI en Roma. Comienzan los movimientos pentecostales y carismáticos entre católicos y protestantes. Comienza la Revolución Cultural en China, son clausuradas por los Guardias Rojos todas las iglesias cristianas.
1968 Encíclica Humanae Vitae del papa Pablo VI reitera la prohibición de los métodos anticonceptivos artificiales. Martin Luther King, ministro baptista, es asesinado. Pablo VI inaugura la conferencia de obispos en Medellín (Colombia) a la que asisten observadores protestantes; es el primer Papa que visita Hispanoamérica
1978 Karol Wojtyla (polaco) es elegido como Papa Juan Pablo II, primer papa no italiano en los últimos 455 años
1979 En China se reabren las iglesias cristianas al culto público. Los sandinistas, en Nicaragua, impulsan una Iglesia del Pueblo, sujeta al régimen marxista. El Papa Juan Pablo II condena los excesos de la teología de la liberación ante la conferencia de obispos de Puebla (México). La Madre Teresa de Calcuta recibe el premio Nobel por su apostolado entre los pobres y los enfermos
1980 El obispo Oscar Romero es asesinado en El Salvador
1984 Visita de Juan Pablo II a Canadá. El Vaticano es nombrado mediador en la disputa fronteriza entre Chile y Argentina
1988 Nombramiento de una mujer como obispo en la Iglesia Episcopal, en los Estados Unidos. Milenio de la Iglesia cristiana en Rusia, mejoran los prospectos de tolerancia religiosa. Fusión de iglesias independientes, en los Estados Unidos, en las confesiones luteranas y presbiterianas
1989 Monseñor Marcel Lefebvre, un católico tradicionalista cismático, es excomulgado por consagrar cuatro obispos. Caída de los regímenes comunistas en Checoeslovaquia y Alemania Oriental. Mikhail Gorbachov es recibido en el Vaticano por Juan Pablo II; se autoriza el rito uniato católico en la U.R.S.S. (tres millones de adherentes). Celebración de las Navidades en todos los países del Bloque Oriental
1990 Con la disolución de la U.R.S.S se promulga (por Yeltsin) la libertad de cultos en Rusia, así como la libertad de conciencia, predicación y educación religiosa. En Rusia han reabierto sus puertas cerca de 4 mil iglesias ortodoxas y 15 monasterios desde la era de la glasnost. Principia la reunificación de las iglesias protestantes de Alemania Oriental y las de Alemania Occidental, a raíz de la unificación alemana. Juan Pablo II impone reglas de ortodoxia más estrictas a las universidades católicas; la Santa Sede emite un nuevo Catecismo de la Iglesia Católica; un sínodo universal (atendido por 235 obispos) reafirma el celibato eclesiástico y no logra pronunciarse respecto de la función eclesiástica de las mujeres; en los Estados Unidos gran parte de los ministerios eclesiales son ejercidos por mujeres (incluso la celebración de matrimonios cuando no hay sacerdote disponible). Algunas confesiones protestantes muestran gran apertura a la consagración de mujeres y de homosexuales como clérigos.

Difusión actual del cristianismo.

En las postrimerías del siglo XX el cristianismo ha logrado grandes reivindicaciones, la fundamental, el poder predicar el evangelio en libertad en casi todos los países de la Tierra, y ser además una religión verdaderamente ecuménica, pues no hay, hoy en día, región del universo en que no se predique el mensaje de Jesús. Especialmente por las confesiones que llamaré católicas (católicos romanos, católicos ortodoxos y católicos anglicanos) a las que pertenece aproximadamente la cuarta parte (23,3% exactamente) de la población mundial. Protestantes (6.9%) y otros cristianos (3.0%) reúnen la décima parte de la población mundial, con lo que el cristianismo es la religión a la que se adhiere un tercio (33,2%) de la humanidad y es predicado, como ya se dijo, en todos los países de la Tierra: urbi et orbe!

La religión madre, por así llamarla, el judaísmo, es seguida por un tercio del uno por ciento de la humanidad, y una de sus hijas, la religión musulmana, por el 17,7% de los hombres.

Siguiendo la nomenclatura de Mahoma, los seguidores del Libro (de la Biblia), incluidos los musulmanes, son algo más de la mitad (51,2%) de los vivientes. Las religiones que no siguen la Biblia agrupan un 28,0% de los pobladores.

Los arreligiosos representan un 16,4%, en tanto que los ateos confesos son otro 4,4%: en la U.R.S.S. el ateísmo es cercano al 20%; en Asia, donde radica la China comunista, al 5%, en Europa al 3,5%; en América Latina al 0,7% y al 0,5% en Norteamérica; África prácticamente lo desconoce, con sólo 5 ateos por cada cien mil habitantes.

La irreligiosidad es del cuarto del uno por ciento en África, del 22% en Asia, 3,7% en América Latina, 10,5% en Europa, 8% en Norteamérica, 12% en Oceanía y del 29% en la U.R.S.S.

Estos números (ver Cuadro estadístico adjunto) con todo y ser tan aproximados, son indicación parcial de hacia dónde se dirigirá la evangelización en el próximo siglo; evidentemente se verá una nueva explosión misionera, dirigida principalmente a Asia y una menor a África, regiones que representan cerca del 71% de la población mundial, y donde los cristianos constituyen un escaso 15% de su población, contra el 94% en Latinoamérica, 83% en Europa, 85% en Norteamérica, y 83% en Oceanía.

Pero difícilmente será África un área de evangelización prioritaria, dada la fuerza tan grande del Islam en ella (41% de la población) y lo reacia que es esta religión al cristianismo; problema semejante, aunque mucho menor, se tiene en Asia con musulmanes, arreligiosos y ateos, que en total alcanzan un 47% de la población. Consecuentemente, las muchedumbres cristianizables se reducen en África del 52% al 11%, en tanto que en Asia del 92% al 45%. Todo parece, por ello, indicar que será Asia el campo de batalla del cristianismo misionero en las décadas venideras; y el reto aquí será desmesurado, pues se trata de religiones profundamente arraigadas, casi étnicas por decirlo de alguna manera, que no podrán ser eficazmente infiltradas por un cristianismo "bonapartista", alienado de la cultura propia de cada etnia, como hasta hoy ha sido el modus vivendi de la evangelización cristiana en esas tierras.

En Asia, a mediados de 1990, las otras religiones no cristianas eran muchas y variadas, con congregaciones numerosas: hindúes (23% de la población), budistas (10%), religiones populares chinas (6%), religiones nuevas (4%), religiones tribales (0,7%), shamanistas (0,3%), etc.

El siguiente Cuadro resume la situación del cristianismo actualmente (1990). No se trata de un cristianismo vivido como religión, manifestación de vida vivida y de fe vital, sino de "semejanza cultural", forma de vida con la cual uno se conforma, más o menos. Pero es una buena indicación de lo que nos deparó aquella pequeña semilla de mostaza, de hace dos mil años, y de la seducción del mensaje del dulce Maestro.

EL CONCILIO VATICANO II.

Convocado por Juan XXIII (1881-1963) el 25 de diciembre de 1961, comenzó el 11 de octubre de 1962 y finalizó el 8 de diciembre de 1965.

Como signo de ecumenicidad levantó, oficial y solemnemente, la excomunión (1054) contra Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla, ya derogada en el XVII Concilio ecuménico de Florencia (1438-1445), convocado para la reunión de las Iglesias romana y griega,[1] pero, por así decir, traspapelada desde entonces; Roma empieza a hacer las paces con las demás sectas cristianas, tanto ortodoxas como disidentes.

Después de un milenio de incongruencia, la iglesia universal dejará de ser romana u ortodoxa (griega), para ser, simplemente, católica.

Esta inmensa conversión no es puesta de manifiesto en lo formal, y los documentos de este concilio abundan en palabrería, logomaquia, ampulosidad, más que todos los sínodos conciliares anteriores juntos; hay, sí, una retirada general de la jerarquía, que incluso hasta renuncia a la exclusividad religiosa, aceptando no ser los únicos poseedores de la verdad y del mensaje cristiano, pero a cambio pretende un protagonismo mayor en todas las cosas, estableciendo, por así llamarlas, directrices sobre todo lo humano y divino, y todo –como en el pasado– al unísono, como si fuera una falange griega.[2] Vale la pena recalcar, para reiterar, que la Iglesia romana se muestra humilde, reconociendo la existencia de otras fuentes fuera de ella misma, pero al mismo tiempo, más profundamente, se inmiscuye en todo, pretendiendo "ser todo para todos".

El concilio fue convocado por Juan XXIII, gracias a una inspiración aparentemente venida de lo alto y muy directamente a él; se inició el 11 de octubre de 1962, pero el pontífice murió antes de que se produjera ningún decreto conciliar; será su sucesor, Pablo VI (1897-1978), el Montini secretario de estado de Pío XII, quien promulgue los cánones, lo que hace como "Pablo Obispo juntamente con los Padres del Concilio", no como Papa, y rubrica "Pablo, obispo de la Iglesia católica".

Dentro de esta misma tesitura, se definirá el misterio de la Iglesia señalando que no mueve a la Iglesia el condenar errores,[3] sino "las condiciones de estos tiempos". Y audazmente se abre a todos los hombres de recta conciencia aseverando que "en todo tiempo y lugar son aceptos a Dios los que le temen y practican la justicia" (Hechos, 10, 35), pero de seguido, como arrepintiéndose de tanta audacia, reafirma la doctrina tradicional de que el pueblo de Dios constituye una unidad, un cuerpo, es decir una asamblea, una iglesia, pues Dios no quiso salvar a los hombres

9. …individualmente y aislados entre sí, sino constituir un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente... que se condensara en unidad no según la carne, sino en el Espíritu y constituyera un nuevo Pueblo de Dios.[4]

Pero todo sin perjuicio de la necesidad de esta Iglesia, congregación o cuerpo, para la salvación individual, pues:

14. ...esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Pues solamente Cristo es el mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cfr. Mc 16,16; Io 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como puerta obligada. ibídem.

Afortunadamente, estos dejos reticentes son tirados por la borda en un afán de ecumenismo, indudablemente sincero y sentido, y se afirma paladinamente, a contrapelo de la Iglesia de Roma preconciliar:

15. La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos los que se honran con el nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan integramente la fe, o no conservan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro... están marcados con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias iglesias o comunidades eclesiales otros sacramentos. Muchos de ellos tienen episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios... el Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para que todos se unan en paz, en un rebaño y bajo un solo pastor, como Cristo determinó... ibídem.

Igualmente hay un esbozo de un modo de ser más, por así decir, "protestante" cuando se refiere al carácter sacerdotal de todos los fieles, y no exclusivamente de la clerecía, aunque cum grano salis:[5]

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordenan el uno para el otro, aunque cada cual participa de forma peculiar del único sacerdocio de Cristo. ibídem.

Con la salvedad, eso sí, de que:

Su diferencia es esencial, no solo gradual. ibídem.

Quizás por vez primera Roma acepta de manera clara y distinta que dentro de la unidad monolítica es bienvenida la diversidad y así, aunque con alguna reticencia, se afirma:

en la comunión eclesiástica existen Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias, permaneciendo íntegro el primado de la cátedra de Pedro, que preside todo el conjunto de la caridad, defiende las legítimas variedades, y al mismo tiempo procura que estas particularidades no solo no perjudiquen a la unidad, sino incluso cooperen a ella. ibídem.

16. "... Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. ibídem.

No obstante,

...no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, desdeñaran entrar o no quisieran permanecer en ella. ibídem

Nuevamente, se asusta del primer impulso de audacia y se retrae, con lo que la conflagración anunciada, acaba en meras pavesas.

***

En lo relativo a la organización de la Iglesia, se dio mayor énfasis al obispo, pero sin por ello llegar a la colegialidad; Roma permanece suprema, aunque ahora reconozca la jefatura eclesiástica diocesana del obispo (cfr. Constitución Jerárquica de la Iglesia, ## 21, 22) y especialmente el

27... los obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto y organización del apostolado... y no deben ser tenidos como vicarios del Romano Pontífice, ya que ejercitan potestad propia y son, en verdad, los jefes del pueblo que gobiernan.

Otras innovaciones conciliares están representadas por la abrogación de prohibiciones ancestrales: la lectura de la Biblia, que ahora se recomienda, y hasta se acepta que haya traducciones no exclusivas de la catolicidad romana (consecuencia quizás del relativo atraso de la Iglesia católica, respecto de otras comuniones cristianas, en este campo); la celebración de la misa en idioma vernáculo, permitida por el Concilio y estimulada por los diocesanos en casi toda la Iglesia romana, dejando en sus manos decidir cuánto sea vernáculo y cuánto latino en su celebración;[6] se aceptan y estimulan los ritos particulares de las diversas comunidades religiosas; se dictan normas para atenuar las festividades de los santos y recalcar la memoria de la redención; se reitera el celibato eclesiástico en el rito latino; se restablece la jurisdicción y potestades patriarcales, retornándose a lo que hubo cuando Oriente y Occidente eran uno; como consecuencia los presbíteros podrán confirmar además de bautizar; las iglesias disidentes dejan de considerarse réprobas y, todo lo contrario, se asevera que:

...aunque creemos que las iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no rehuyó servirse de ellas como de medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de verdad que se confió a la Iglesia católica...[7]

También el Concilio instaura lo que podría denominarse un diálogo con el mundo, retrocediendo de muchas de las posiciones tradicionales de la Iglesia romana: se acepta totalmente la libertad de conciencia, a la cual la persona tiene derecho aunque abuse de ella, la libertad de las mujeres para elegir estado (y esposo), y una cierta primacía de los laicos en la definición y desarrollo de la doctrina social y en la, por así decir, organización del mundo.

El concilio, no obstante, dejó muchas cosas de lado, muchas no quiso recalcarlas, otras las soslayó. No son cosas de poca monta, sino las que más atormentan a las conciencias auténticamente religiosas de los católicos: la hegemonía de Roma (el ecumenismo); el celibato eclesiástico, el ministerio sacerdotal de los fieles, el sacerdocio femenino; el divorcio, el aborto, la fertilidad en el hogar; y, finalmente, la homosexualidad. Puntos aún pendientes en la agenda cristiana.

El cristiano enemigo del cristiano.

En este lapso el cristianismo no estuvo a la altura de lo que de él sería de esperar, sino que dio muestras de una cerviz muy suave y proclive a cualquier yugo, con tal de evitar la persecución o mantener el disfrute de cómodas situaciones. En algunas situaciones, como en Etiopía (Abisinia) en 1935, la persecución es de cristianos (católicos, con el apoyo del gobierno fascista) contra cristianos (coptos); gobiernos dictatoriales fueron respaldados por la Iglesia católica, abiertamente en España (1936-1950), o con una oposición de labios afuera en Alemania e Italia; con escasas y honrosas excepciones (los testigos de Jehová, por ejemplo, pero ninguna católica importante, salvo el episodio perdido de Pío XI y su Encíclica Mit brennender Sorge contra el régimen hitlerista), las iglesias protestantes alemanas recibieron casi jubilosamente el "Nuevo Orden".

Igualmente los cristianos, en el siglo XX, aceptarán el genocidio y las mayores atrocidades contra etnias enteras, el caso más patente es el holocausto de la raza judía, con –si acaso– una que otra voz en contra, como quien dice "para que conste en el acta" pero sin oposición alguna eficaz; igualmente con la persecución de los negros (por el Ku-Klux-Klan) en la libérrima y cristianísima tierra norteamericana. Todas las sectas cristianas favorecerán la guerra, sin que se oigan voces, ni de los fieles ni de la jerarquía, que se alcen contra la barbarie de nuestro siglo, en forma iluminada, valiente, decidida, y, sobre todo, eficaz.

Todas las formas de opresión a la libertad han sido toleradas, excusadas y hasta cohonestadas, por los cristianos en este siglo tan cruel, cruento y bárbaro. ¿Dónde se perdió el mensaje de Jesús para estas iglesias? ¿No serán réprobas, ahora, todas las iglesias cristianas ante el Señor? ¿Las habrá vomitado el Señor de su boca? (Apocalípsis, 3, 16).

La persecución en la URSS.

En los comienzos de la revolución soviética no hubo una persecución despiadada a la religión cristiana; hasta se abrieron mayores ámbitos de libertad para los protestantes (pero eran pocos en Rusia); aunque el culto público no estuvo prohibido, fue cada vez más difícil realizarlo a partir del decreto de 1918, que prohibió a la iglesia poseer propiedades; a raíz de la hambruna del 1921-2 el Estado se apropió de todos los haberes eclesiásticos, incluyendo las obras de arte; quienes se resistieron fueron llevados a prisión e incluso ejecutados. Dicho decreto asimismo estableció como delito el enseñar religión a menores de 16 años; los monasterios y las escuelas teológicas fueron clausurados. La persecución fue general, contra todas las religiones (entre ellas la musulmana, la judía, la budista; el catolicismo prácticamente dejó de existir).

En 1920, con respaldo gubernamental, comenzó un movimiento en la Iglesia ortodoxa rusa, conocido como "Iglesia Viviente" o "Iglesia de la Renovación", facción cismática que tuvo escaso apoyo popular. A la muerte del Patriarca Tikhon (1925) no pudo nombrarse sucesor sino hasta 1927 en que el Patriarca Sergio de Moscú logró un acuerdo limitado con Stalin, el cual no fue respaldado por los obispos y resultó así pretexto para nuevas persecuciones. En 1929 se emite la "Ley de Asociaciones Religiosas" que formaliza la extradición religiosa y prepara el terreno para la persecución que habrá durante la Gran Purga (1934-7).

La Constitución soviética de 1936 garantizaba tanto la propaganda antirreligiosa estatal (que era una realidad) como la libertad individual de cultos (que era una patraña constitucional): en 1939 sólo pocos cientos de iglesias estaban funcionando en la U.R.S.S. y casi no existía clerecía. Con ocasión de la invasión alemana, el gobierno, que requería del apoyo popular para enfrentarla, hizo concesiones a la iglesia ortodoxa, gracias a las cuales se reabrieron cerca de veinte mil iglesias, ocho seminarios para el entrenamiento de clérigos, dos academias para estudios teológicos avanzados y algunos monasterios; se eligió a Sergio como Patriarca y a su muerte (1944) un sínodo de 44 obispos eligió al Metropolitano Alexis de Leningrado como Patriarca, en 1945.

Con la Guerra Fría reapareció la persecución religiosa. A la Iglesia ortodoxa, tanto en la patria como en el extranjero, se la obligó a acomodarse a las necesidades del gobierno y se trató de eliminar a los católicos ucranianos (Iglesia uniata, disuelta en 1946), a los luteranos, y a los católicos romanos; la Iglesia ortodoxa rusa se opuso al Vaticano y al Concilio Mundial de Iglesias, así como a la Iglesia anglicana. Bajo Khruschov recrudeció la persecución, cerrándose cerca de dos terceras partes de las iglesias, cinco de los ocho seminarios y la mayoría de los monasterios; los predicadores y los activistas religiosos fueron perseguidos y aprisionados. Después de 1964 las cosas se calmaron, pero no fue sino hasta el ascenso de Mikhail Gorbachov (1985), que se liberó a los presos por religión (en 1988, con ocasión de la celebración del milenio del cristianismo en Rusia).

En la celebración milenaria (1988) tuvo lugar un sínodo atendido por delegados de todas las diócesis rusas, en la patria y en el extranjero, en el cual se reorganizó la iglesia autocefálicamente y sin injerencia gubernamental.

Finalmente, en octubre de 1990, se dio una ley de libertad religiosa que garantiza el culto católico, el ortodoxo y el protestante; entonces sucedió lo que predijo en su tiempo Julián el Apóstata (332-363): los cristianos comenzaron a destrozarse entre sí, con la gran animosidad que todavía hoy existe de los ortodoxos hacia los católicos romanos, los uniatos y los protestantes.

La persecución en México.

Benito Juárez (1806-72), presidente de México en 1857, gran anticlerical, liberó su patria de la ocupación extranjera, derrotó y fusiló a Maximiliano (1872); separó a la Iglesia del Estado, nacionalizó las propiedades eclesiásticas (probablemente la Iglesia era el mayor terrateniente mexicano).

La Revolución mexicana de 1910 extremaría la persecución, y la constitución de 1917 confirmó mucho de la legislación anticlerical de Juárez: se prohibió que la Iglesia poseyera tierra o hipotecas, se eliminaron las escuelas religiosas, se reguló el número de sacerdotes y se suprimieron las órdenes religiosas; sin embargo la aplicación de estas leyes persecutorias fue leve hasta que, en 1926, con la rebelión de los cristeros se dio un enfrentamiento frontal entre Iglesia y Estado que resultó en el cierre de iglesias, la deportación de obispos y una cruenta persecución de fieles y de sacerdotes; hacia 1929 se llegó a un modus vivendi, no siempre mantenido, por el cual la Iglesia dejó de ser contestataria del Estado y éste implementó con laxitud las prohibiciones constitucionales.

En 1988 el Presidente Carlos Salinas de Gortari inició una reconciliación con la Iglesia que llevó (en 1992) al reconocimiento constitucional de las iglesias de todas las confesiones, como personas jurídicas con libertad de predicar, y capaces de poseer propiedad, legalizando la presencia de clérigos extranjeros y removiendo muchas de las restricciones revolucionarias; asimismo se restablecieron relaciones diplomáticas con la Santa Sede.

LEÓN XIII.

Aquí cabe hacer un paréntesis, para referir sucintamente las actuaciones de este Papa pionero de la modernización de la Iglesia romana. León XIII (1810-1903), diplomático vaticano (en Londres, París, Colonia, y en muchas otras ciudades europeas), fue nombrado cardenal por Pío IX en 1853; era obispo de Perugia desde 1846. Electo papa en 1878, continuó la política de Pío IX de extrañamiento del mundo moderno, pero la atenuó en muchos puntos, tratando de lograr compromisos con los gobiernos de la época (Alemania, Bélgica, Gran Bretaña) y estableciendo nuevos lazos diplomáticos (especialmente con Estados Unidos de Norteamérica, Rusia y Japón); cotidianamente se dedicó a la cuestión romana, sin lograr gran cosa: el Papa siguió prisionero en el Vaticano, y los católicos italianos siguieron sufriendo la prohibición de participar en la vida política de su país; igualmente desafortunado fue en sus relaciones con Francia, donde la persecución a la Iglesia romana no tuvo tregua.

Por lo que más se le recuerda es por su apertura a la cuestión social, convirtiéndola en punto clave de las relaciones entre Iglesia y mundo; especialmente importante fue su encíclica Rerum Novarum de 15 de mayo de 1891, epítome de la doctrina social de la Iglesia para nuestro tiempo y fundamento de los movimientos sociales del catolicismo y la democracia cristiana. Igualmente importante fue su obra en lo doctrinal, determinando la filosofía fundamental de la Iglesia (el tomismo, en su encíclica Aeterni Patris, de 4 de agosto de 1879), abriendo los archivos vaticanos a los estudiosos y estimulando los estudios bíblicos (creó la Comisión Bíblica en 1892, para que los católicos pudieran ponerse a la par de los protestantes en estudios bíblicos). Igualmente invitó a todas las confesiones cristianas a unirse con Roma, pero no aceptó que se hiciera mediante un sistema federal; asimismo investigó un aspecto muy doloroso en las relaciones con los católicos anglicanos, el de si las órdenes eclesiásticas anglicanas eran o no válidas, concluyendo que no lo eran (encíclica Apostolicae Cura, de 1896). En el año jubilar de 1900 consagró toda la raza humana al Sagrado Corazón de Jesús.

Como se verá, León XIII es el precursor por excelencia de las transformaciones que experimentará en el siglo XX la mayor de las facciones cristianas, la Iglesia católica romana.

LA CRISTIANDAD EN EL MUNDO ACTUAL.Del Concilio Vaticano I (1879) al Concilio Vaticano II (196­5)

EL SIGLO DE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA.

El siglo XX es de persecución despiadada al cristianismo, las peores en Alemania (durante el Kulturkampf de Bismarck y en la época nacional-socialista), en México y en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, pero también las hubo menores en casi todos los países occidentales, especialmente en Francia e Italia, tanto como en algunos países africanos y asiáticos.

El Kulturkampf (Lucha por la Cultura) en el Imperio Germánico.

El Príncipe Otto von Bismarck (1815-1898), canciller de Prusia (en 1862), fundador del Imperio Germánico (1871) y unificador de Alemania, temía que la Iglesia católica impidiera la unidad alemana, por lo que la persiguió, para disminuir su influencia en el Imperio Germánico. Esta persecución es conocida como el Kulturkampf.

En 1871 suprimió el departamento católico en el Ministerio de Culto Público, un año después expulsó a los jesuitas y sometió a control gubernamental la educación privada; en mayo de 1873 promulgó las Leyes de Mayo, que afirman la supremacía absoluta del estado y en consecuencia limitan los poderes disciplinarios de la iglesia, sujetándola a una Corte Suprema Eclesiástica, nombrada por el Gobierno y bajo su control directo; retiró todo apoyo financiero a la Iglesia católica, rompió relaciones diplomáticas con la Santa Sede y exilió a todas las órdenes religiosas; puso los seminarios bajo control gubernamental, obligó a los estudiantes para el sacerdocio a hacerlo en los liceos públicos (Gymnasia) y a pasar un examen de habilitación ante el estado (Kultur-Examen).

Estas medidas fueron condenadas por Pío IX en su encíclica Quod nunquam (1875) y también fueron adversadas por muchos protestantes alemanes, ni qué decir por los católicos; el clima de opinión pública hizo que fueran revisadas y Bismarck, hacia fines de 1870, más bien empezó a negociar un concordato con la Santa Sede, fundamentalmente para lograr el apoyo de los católicos en su lucha contra los social-demócratas; lo firmó con León XIII y ya para 1887 la mayoría de las leyes persecutorias contra el catolicismo romano se habían anulado (no así la expulsión de los jesuitas).

Contrariamente a las expectativas, el Kulturkampf avivó la fe de los católicos, pero en la jerarquía romana dejó una profunda huella, que la haría sumamente temerosa frente al gobierno alemán, conceptuado como capaz de barrer el catolicismo del Imperio Germánico, lo que se pondrá de manifiesto, lastimosamente, cuando Hitler inicie otra persecución, a la cual la Iglesia de Roma no sabrá oponerse debidamente.

Vicisitudes de la cristiandad. 1826-1870

Año Acontecimientos
1826­30 Supresión de órdenes religiosas en los países hispanoamericanos
1826 Se prohíbe la sutra (cremación de la viuda al morir el marido) en la India
1829 Emancipación católica en Inglaterra
1831 Guillermo Dresden funda en Nueva York la secta de los adventistas
1832 Autonomía de la iglesia serbia ortodoxa
1833 Inicios del Movimiento de Oxford en Inglaterra. Se prohíbe la esclavitud en los territorios ingleses
1834 Los nativistas (protestantes) queman el convento de las ursulinas en Massachusetts
1836 Primeros obispos católicos y anglicanos en Australia
1839 Se funda la Sociedad para la Civilización de Africa. El papa Gregorio XVI condena la esclavitud
1842 Primer obispo anglicano en Nueva Zelandia
1843 Kierkegaard publica "Either-Or", una visión existencial del cristianismo. Sermón de Newman sobre "La separación de los amigos". El Rompimiento Escocés
1844 Los nativistas se alzan contra los católicos en Filadelfia. Primera misión protestante en Mom-basa.
1845 En Estados Unidos baptistas y metodistas sureños se separan de las comuniones norteñas. Newman se convierte al catolicismo
1847 Se crea un vicariado católico en Abisinia. Brigham Young traslada la sede mormona a la Ciudad del Lago Salado
1848 El papa huye de la revolución romana. Se prohíbe la esclavitud en todos los territorios franceses
1851 Australia del Sur retira la ayuda financiera a la religión
1852 La iglesia griega ortodoxa se declara autocéfala
1854 El papa Pío IX declara la inmaculada concepción de la Virgen María
1857 Se funda la Misión de la Universidad para Africa Central
1858 Apariciones de Lourdes. Se fundan los Paulistas en Norteamérica. Libre ingreso de misioneros a China
1859 "El Origen de las Especies" de Carlos Darwin
1860 Seguidores de William Miller fundan la Iglesia de los Adventistas del Séptimo Día
1864 El Papa Pío IX emite el Syllabus de errores modernos
1865 Primer obispo anglicano negro en Nigeria. Creación de la Misión China Interior. Pío IX reitera la prohibición para que los católicos pertenezcan a organizaciones masónicas,el emperador de Brasil Pedro II prohíbe la publicación del decreto pontificio
1867 Cae Maximiliano emperador de México y se reviven, bajo Benito Juárez, leyes anticlericales. Primera Conferencia Lambeth de la comunión anglicana, con 76 obispos presentes
1868 Lavigerie, arzobispo de Argelia, funda la sociedad misionera de los Padres Blancos
1869-70 I Concilio Vaticano, decreta la infalibilidad pontificia (18 de julio de 1870)

La cuestión de la esclavitud.

A William Wilberfoce (1759-1833), filántropo evangélico, debe el cristianismo el haberse librado de la peor de las lacras que hasta el siglo XIX lo tiñeron, la esclavitud, que hacía aparecer como superchería la cacareada pretensión cristiana de amor al prójimo. Lograda la supresión de la esclavitud en Inglaterra, gracias a Wilberforce, sería repudiada pacífica y universalmente en las sociedades occidentales, con excepción de Norteamérica, que lo haría después de una guerra civil sangrienta (1861-65).

Wilberforce estudió en Cambridge, fue electo al Parlamento británico, logró en 1807 una ley para abolir en Inglaterra la esclavitud y otra (cuando ya no era diputado, –dejó de serlo en 1825–, pero no por ello abandonó su campaña contra la esclavitud) aboliéndola en todas las posesiones británicas, poco antes de su muerte, en 1833 (Emancipation Act of 1833).

Podemos, pues, terminar la cronología de estas seis décadas con una flor en el ojal: la erradicación de la esclavitud.

El mandamiento del amor al prójimo sería, por fin, una posibilidad real en las sociedades cristianas, en vez de como hasta entonces, una befa.

LA IGLESIA ORTODOXA.

El cristianismo oriental difiere bastante, en cuestiones de énfasis, del occidental, al menos del occidental como llega a conformarse en el siglo XIX. Los temas en que más insiste, los cruciales para los orientales, son de carácter místico, en tanto que el problema de la justificación es el central para los occidentales.

Para la cristiandad oriental, lo importante es la participación del creyente en la vida divina (la santidad, el renacimiento del creyente, su resurrección y transfiguración en Dios). La rectitud de vida cede lugar ante el amor divino, que es traído a primer plano; en el terreno práctico esto se manifiesta en el menor desarrollo e importancia del sacramento de la penitencia, la cual es secundaria respecto de la educación para la santidad (la fórmula de absolución empleada por los orientales, no es una declaratoria de perdón, el ego absolvo te romano, sino una petición para lograr el perdón divino). En las iglesias orientales no hay ni una práctica ni una doctrina de las indulgencias, tampoco una intervención eclesiástica en ultratumba, para perdonar y redimir, lo cual no debe entenderse como repudio a la práctica de la intercesión por los muertos, pues ella se deriva del ligamen de todos los cristianos, que no es destruido por la muerte, pues en la misma manera que se intercede por los vivos, se intercede por los muertos.

La organización eclesiástica oriental difiere de Occidente, pues sus obispos nunca fueron administradores políticos, como en Occidente, ni durante la dominación otomana, aunque entonces fueran nombrados etnarcas –es decir, administradores públicos de la grey cristiana–, pero con grandes limitaciones y para cuestiones muy específicas. Podríamos decir que en esto la cristiandad oriental, comparada con la occidental, carece de concepciones jurídico-legalísticas, tan abrumadoras en la occidental.

También en lo intelectual difieren, pues, como ya dije, entre los orientales la sistematización de la justificación escasamente halla cabida; la teología oriental, contrariamente a la occidental, no presta atención a la justificación del cristiano, sino a la participación del creyente en la vida de Dios, a la deificación del hombre. Esto no quiere decir que el teólogo oriental desconozca las cuestiones de la justificación (hubo de enfrentarlas en los siglos XVI y XVII por el contacto con las iglesias reformadas occidentales), pero es algo que vino de fuera, porque el concepto mismo de pecado es diverso en oriente y entre nosotros: para nosotros el pecado es una violación de las reglas, establecidas por Dios, de relación con la divinidad; para el oriental se trata de una disminución de esencia, de una especie de infección o enfermedad que destruye la imagen de la divinidad que somos; la redención no es la restauración de una relación jurídica, sino un renacimiento, una renovación, un volver a ser la imagen divina en plenitud: una transfiguración o una deificación. Consecuentemente la idea del amor de Dios, no la de nuestra culpa, es dominante en la Iglesia Ortodoxa y, por estar tan definitivamente encauzados a la divinización o santificación del hombre, el Paracleto, el Espíritu Santo, adquiere un protagonismo en la vida de la fe que en Occidente desconocemos. No es de extrañar, pues, que los ortodoxos escasamente entiendan el problema crucial de la Reformación en Occidente y a lo sumo lo vean como el rechazo de algunas de las prácticas de la Iglesia romana (celibato eclesiástico, supremacía papal), pero la cuestión central, la de la justificación por la fe sola, ha sido comprendido en su primordial magnitud sólo por algunos teólogos orientales educados en Occidente.

Vale un repaso, para recalcar este modo de ser de los orientales[9]. Para la cristiandad occidental el problema primario es el de si somos justos o no; este interrogante es igualmente crucial para el oriental e igualmente insondable; pero como al respecto, occidentales u orientales que seamos, nada podemos concluir, quizás no valga la pena ponerse el problema, ya que a nada podremos llegar; indaguemos cuanto indaguemos, nuestra predestinación siempre será un misterio. Entonces, ¿por qué no partir de allí e interesarnos, más bien, en cuánto podemos crecer en la vida divina, en lugar de en si estaremos o no llamados a ella? Si adoptamos este punto de vista constataremos que no se trata, en nuestra vida espiritual, de perder o recuperar la salvación, sino de elegir entre marchitarnos o crecer espiritualmente, y en este afán será el Espíritu Santo el centro de nuestra vida de la fe. No seremos tan Cristocéntricos como los occidentales, sino que tendremos una relación vital y existencial mucho más profunda con el Paracleto. Según San Atanasio (295-373), doctor de la Iglesia, Patriarca de Alejandría, principal defensor –contra los arrianos– de la consubstancialidad del Padre y del Hijo, y autor de nuestro Credo, la razón de ser de la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Cristo fue hacer posible la venida del Espíritu Santo a los hombres.

Principales comunidades ortodoxas: Repasemos, seguidamente, las principales comunidades ortodoxas, a finales del siglo XIX:

La Iglesia Ortodoxa Rusa, la mayor de las iglesias autocéfalas orientales (hoy en día tiene unos ochenta millones de adherentes). Con un milenio de evangelización, ingresó a la comunidad cristiana con el bautismo, en Constantinopla, de la reina Olga de Kiev en el 957 y luego de su nieto, el rey Vladimir, en el 988. Desde entonces y hasta 1448 la Iglesia rusa fue dirigida por el metropolitano de Kiev, quien desde 1328 residió en Moscú. Durante la ocupación mongola (siglos XIII a XV) la Iglesia rusa gozó de privilegios fiscales y el monasticismo creció notoriamente. En 1448 los obispos rusos eligieron su propio patriarca, fuera del control y autorización constantinopolitana, con lo que se transformaron en iglesia autocéfala; en 1558 Constantinopla aprobó el patriarcado para Moscú, con la prelación quinta después de los de Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Como se indicó en la primera parte de este capítulo, en 1721 el zar Pedro (el Grande) abolió el patriarcado de Moscú y lo sustituyó por un Santo Sínodo, conforme al modelo de los sínodos luteranos de Suecia y Prusia, estrictamente controlados por el Estado. En la primera mitad del siglo XIX el jefe procurador (Oberproktor) del Sínodo, un laico, fue investido con rango ministerial y ejerció efectivo y total control sobre la Iglesia rusa (situación que se mantuvo hasta 1917, cuando empeoró con la Revolución Soviética).

Iglesia Ortodoxa Griega. Organizada bajo el mismo esquema de la Iglesia rusa, se fundó luego de la guerra de independencia griega (1821-28), en la actualidad es una de las más importantes congregaciones ortodoxas autocéfalas, condición que mantiene desde 1833 y que fue reconocida por el patriarca ecuménico (Constantinopla) en 1850. Tanto su vida eclesiástica, como su clerecía (nivel de estudios, conventos, entrenamiento clerical) han sido y son pobres, pero tiene un profundo arraigo entre la población.

Nuevas sectas cristianas.

En Norteamérica nacen nuevos cristianismos, que escasamente tienen ligamen con la religión cristiana tradicional, pero que son considerados cristianos por el papel protagónico de la persona de Cristo en ellas. Los mormones (de origen evangélico, por haberlo sido su fundador) y los Testigos de Jehová (de origen adventista[8], por su fundador) son característicos.

Mormones o Iglesia de Jesús de los Santos de los Ultimos Días; son fundados en Manchester (Nueva York) en 1830 por José Smith (1805-44), quien pretendió haber recibido, en una revelación, El Libro del Mormón, escrito en egipciaco, sobre tabletas de oro y que relata la peregrinación en América del Norte de israelitas del Antiguo Testamento que emigran hacia allí; en 1843 tuvo otra revelación en que se le manifestó la bondad de la poligamia; Smith murió en un motín, en 1844 y fue sucedido por Brigham Young (1801-77), quien estableció en 1847 la secta en La ciudad del Lago Salado (Salt Lake City) en Utah (entonces territorio mexicano). En 1890 se conformaron a la ley americana, en lo que hace a la poligamia. En 1978 aceptaron sacerdotes de color. En 1936 su feligresía era de escasamente 775.000 en los Estados Unidos, en 1993 más de ocho millones en todo el mundo. Creen en la Trinidad, pero cada una de las personas es un Dios separado, unidas en una divinidad común (Godhead) de propósito y perfección. Creen que Cristo predicó brevemente, después de su resurrección, en Norteamérica y que será aquí o en el Hemisferio Occidental donde Sión será reconstituida; cada miembro (masculino) se obliga a una labor misionera (a su costa) durante dos años, los feligreses deben entregar el 10% (diezmo) de sus ingresos a la iglesia. Testigos de Jehová; por este nombre se conoce, desde 1931, a la Sociedad Bíblica de la Atalaya fundada en 1870 por el predicador laico C.T. Russell (1852-1916), según quién Cristo, un hombre perfecto, habría retornado invisiblemente a la Tierra en 1874 para preparar el Reino de Dios, que se manifestaría luego de la batalla de Harmaguedón (la confrontación final entre las fuerzas del bien y del mal, cfr. Apocalipsis 16, 14-16), en 1914, cuando acabaría el mundo; los adherentes debían difundir este mensaje y dedicarse con intensidad a los estudios bíblicos: sólo 144 mil de toda la humanidad serían llamados a la vida eterna en la Segunda Venida. Estas profecías, al no cumplirse, fueron por muchos y de muchas maneras reinterpretadas; en 1917 J.F.Rutherford (1869-1914) fue nombrado Presidente de la sociedad, en sucesión de Russell; bajo su égida se modificaron las creencias, estableciéndose una teocracia total, separada e indiferente del mundo (con el cual los testigos de Jehová suelen tener violentos encuentros, por su desprecio de los órdenes constituidos), aunque desde 1942, por obra de Nathan H. Knorr, han atenuado su intolerancia hacia el orden constituido; no aceptan la transfusión de sangre, tienen su propia traducción de la Biblia (en lengua original e inglés). Su feligresía era aproximadamente de cuatro millones en todo el mundo (1994).

La comunión anglicana.

Como vimos en un capítulo anterior, en la comunidad anglicana aparecen dos modos de vivir la fe cristiana, la llamada "High Church", casi indistinguible del modo católico romano[7], y la "Low Church", más cercana a la Reforma e incluso al protestantismo, dentro de la cual sobresalen los movimientos metodistas, de carácter evangélico.

Estas diversidades no son, con todo y ser tan peculiares, las cualidades extraordinarias del modo anglicano de vivir la fe, pues lo que lo caracteriza es el carecer estas iglesias de pretensiones monolíticas y su renuncia a la imposición de reglas únicas para la vida religiosa, admitiendo las diversidades históricas a que lleguen los individuos, los obispos y las naciones (se trata de iglesias nacionales, aunque entendida la palabra en un sentido muy amplio). La unidad se logra sin requerir de una jerarquía que dirima controversias, bastando, para lograrla, un ligamen de fidelidad, de lealtad, entre los fieles y sus autoridades, así como entre las iglesias. Como tantas cosas inglesas, parecen imposibles al espíritu geométrico, y, no obstante, trabajan admirablemente bien en la práctica; muchos consideran que ello se debe a que el Estado sostiene a estas iglesias y que él suple la cohesión que a su modo de organización le falta; pero, realmente, ninguna de las iglesias anglicanas ha sido mantenida por el Estado, sino por la feligresía y por las posesiones eclesiásticas, no necesariamente adquiridas por munificencia estatal; a lo sumo, en algunas ocasiones se dio que un obispo, no contento con lo que hubiera decidido su diócesis o su sínodo, ocurriera a la vía civil y obtuviera en ella una decisión diversa a la mantenida en la vía eclesiástica. Estas intromisiones de la autoridad judicial no han sido, en general, aceptadas por las comunidades anglicanas, aunque sí toleradas. Al espíritu canonista (geométrico) católico romano estas situaciones pueden parecerle contradictorias, por nuestro arraigado modo de ver cada situación como un caso de "lo que sí, sí; lo que no, no", insostenible si en lugar de creer que las cosas sean negras o blancas, se aceptan los matices multicolores de la realidad.

Con todo, es curioso que muchas de las conversiones anglicanas del siglo XIX, promovidas por el denominado Movimiento de Oxford, se dieron en reacción a ese espíritu de tolerancia y de multiplicidad de puntos de vista, propio de la comunidad anglicana: algunas de las conversiones más sonadas (por ejemplo, la del cardenal Manning (1808-1892), ardoroso defensor de la infalibilidad pontificia en el I Concilio Vaticano), fueron de protagonistas que propugnaron por el monolito romano, con su presea de la infalibilidad pontificia.

El nuevo talante del cristianismo.

Tanto en las filas católicas como en las protestantes, con excepción quizás de los anglicanos y de los ortodoxos, estas seis décadas se caracterizan por la supremacía del "true believer", por la convicción de que sólo en la religión cristiana está la verdad, y de que, además, en ella está toda la verdad y todas las respuestas; es la edad de la hegemonía total de la religión, incluso, a mi juicio, en forma más radical que durante la edad media y el renacimiento. Pero en forma diversa entre los católicos y los protestantes.

La Iglesia católica, como ya dije antes, se convirtió en una organización monolítica, bonapartista, que impuso de manera inexorable y costara lo que costara, las normas del Concilio de Trento, en especial la concentración de jurisdicciones en manos del Papa y la curia pontificia; esto trajo innumerables choques con las autoridades civiles, de los que no siempre salió bien librada la Iglesia; no obstante, a la postre, saldría triunfante de todas las vicisitudes, logrando plena independencia del poder civil. Para lograrlo,–si bien se piensa no podía ser de otra manera–, esta pretensión de ser depósito de la verdad y de toda la verdad, obligó a adoptar una filosofía anticuaria, (eufemísticamente denominada philosophia perennis) para la cual a la verdad le es consustancial la atemporalidad, el ser siempre una y la misma, igual en la antigü&edad que en el futuro[6]. En la Iglesia romana esto llevó a establecer escuelas de pensamiento correcto (ortodoxas), casi siempre aquellas arraigadas en los doctores de la Edad media, con particular dilección por Tomás de Aquino.

Entre los protestantes sucederá algo similar, como se indicó en la primera parte de este capítulo, aunque con una mucho menor regimentación y por ello con muchas voces diversas y hasta disonantes: la verdad es una, inmutable, registrada en la Escritura, y la correcta interpretación, si es que no viene inspirada por el Espíritu, será la que más se asemeje a la más antigua de las interpretaciones, a saber, a la de los primeros días de la Iglesia, antes de que ella se corrompiera con las adherencias romanas y medioevales. Es muy probable que las congregaciones protestantes que profesaran estas doctrinas (denominadas "fundamentalistas" en nuestro siglo XX) se separaran incluso más que los católicos romanos del pensamiento de los intelectuales y científicos de la época.

EL I CONCILIO VATICANO.

Esta época culmina, en lo que hace a la Iglesia Católica, con el I Concilio Vaticano (1869-1870), con ocasión del cual la Iglesia romana reafirma su separación del mundo y de la época, condenando las nuevas ideas liberales y decretando la infalibilidad pontificia; Roma se separará así, tajantemente, de la modernidad, la cual incluso será anatemizada (condenatoria del modernismo[4] y promulgación del Syllabus). Esta reacción fue iniciada, paradójicamente, por uno de los pontífices más liberales, Pío IX (1792-1878), papa del 1846 al 1878 (el más largo de los pontificados en la historia de la Iglesia de Roma); ascendió al trono con el beneplácito de todas las cortes europeas, por su historial liberal y su ideología acorde con el espíritu de la época, de lo que pronto dio pruebas manifiestas llevando a cabo una serie de reformas republicanas en los Estados Pontificios. Desafortunadamente, su espíritu reformista fue aprovechado por tendencias extremistas, que pronto quisieron ir más allá de lo que el Pontífice estaba dispuesto a aceptar; se suscitó así la llamada cuestión romana, movimiento derivado de las luchas italianas por lograr la unificación del país, que pretendió crear una monarquía constitucional, con el papa como rey, pero no gobernante; estas vicisitudes resultaron en un cambio de talante en el pontífice, que de liberal pasó a reaccionario, para emplear la terminología en boga. El papa se convenció, según su interpretación de los hechos, de que las fuerzas republicanas lo que buscaban era aniquilar a la Iglesia y que debía levantar un dique lo más poderoso posible contra ellas, constituido por el absolutismo en lo político, y en lo religioso por un centralismo a ultranza en la organización eclesiástica, y por ningún diálogo con el mundo. Esta es, en fin de cuentas, la posición de la Iglesia romana al finalizar el siglo XIX, ella es la depositaria de toda la verdad, de toda la autoridad y la única fuente de legitimación: la plenitud del triunfalismo[5].

Pero no será sólo una cosmovisión triunfalista la que caracterice al cristianismo romano; una llaga más profunda lo consume: el miedo a la libertad. Efectivamente, si estudiamos con atención la visión de la santidad de los espíritus más selectos del catolicismo romano de entonces, impresiona el criterio con que dilucidan los dilemas espinosos, siempre considerando que la justificación personal no está en hacer lo objetivamente correcto, sino lo que la autoridad competente indique, criterio que sentó la premisa para el predominio de un autoritarismo arbitrario, que convirtió al catolicismo romano, cada vez más, en una religión de ocurrencias en la que la Iglesia se atrevió hasta a dictar "mandamientos", sin sustento alguno para toda mente medianamente inquisitiva, pero que debían cumplimentarse para obedecer a la autoridad eclesiástica, voz misma de la divinidad, o al menos con la misma autoridad que el mismo Dios encarnado.

Para quienes se regocijan en la disciplina y las marchas al unísono, como si de una falange ateniense se tratase, este nuevo aspecto del catolicismo romano, donde todo era certidumbre, constituyó un embeleso y, por la capacidad de conversión que posee sobre tales espíritus, más abundantes de lo concebible para una mente libre, resultó una fórmula exitosa de adaptación, que hizo crecer a la fe romana, la cual se difundió con gran éxito. Como contra el éxito es imposible argumentar, los espíritus esclarecidos no tuvieron otro camino que soportar con resignación esta noche oscura, de la que saldría el catolicismo romano sólo hasta el II Concilio Vaticano (1965), como veremos en su momento.

La actividad misionera.

La expansión colonial europea, secuela de la económica (Revolución Industrial), es típica de esta época: Europa era entonces paradigma universal de progreso e industria. Los países europeos que carecían de posesiones coloniales las adquirieron, y en ellas floreció la actividad misionera cristiana, con pleno respaldo del gobierno metropolitano, especialmente en las francesas. En las postrimerías del siglo (1860), como se vio en la primera parte de este capítulo, los Estados Unidos de Norte América comienzan una extraordinaria aventura misionera, que los llevará a predicar el evangelio en regiones de la Tierra hasta entonces no tocadas por misioneros cristianos, difusión que coincide con el decaimiento de la obra misionera católica, en parte debida a la disolución temporal de la Compañía de Jesús (1814).

Impresionante la difusión universal del cristianismo, por esta actividad misionera, la cual, empero, examinada más de cerca, resultó estéril. En realidad muy poco fue lo que, de conversión a la vida cristiana de los nuevos pueblos evangelizados, se logró. Números exiguos, en todas las misiones cristianas y un profundo extrañamiento del cristianismo con las culturas paganas. El cristianismo fue, en las misiones, la religión metropolitana, un incompredido estigma colonial.