jueves, 3 de septiembre de 2009

LA CIVILIZACIÓN EN LA BAJA EDAD MEDIA.

Desde el punto de vista de la historia de la Cristiandad interesan las costumbres sociales de las diversas épocas, no por conocerlas, sino para inferir cuánto de la teoría cristiana era vida vivida. Desde ese punto, no es necesario juzgar la costumbre social, basta con describirla y cada lector sacará sus conclusiones, según sus propios criterios sobre cuál habría deser la costumbre social de una época cristiana, para que la historia viviera la fe.
La mayoría de la población europea, en los siglos que nos interesan, vivía bajo la condición de servidumbre, de la que escapaban de un diez a un veinte por ciento de los hombres: los burgueses, aristócratas, militares y clérigos. La servidumbre no siempre era ineludible, y en muchas partes de Francia, al menos, se permitió que el siervo desconociera a su señor, pero la condición de tales siervos "libres" era muy precaria, porque el desconocimiento del señor implicaba dejar en manos de éste todos los bienes que el siervo poseía (muebles e inmuebles), con lo que en realidad se convertía no en hombre libre, sino en vagabundo sin capital alguno. La inmensa muchedumbre de siervos era, para todo fin práctico, inexistente, pues los campesinos no tenían ningún papel protagonista en la sociedad medioeval, excepto el de producir y pagar rentas (en bienes o en servicios) a las clases terratenientes (clérigos y militares), igual cosa cabe aplicar a los villanos, a las gentes que viven en villas dentro de los señoríos feudales; es sólo cuando llegamos a las ciudades, a la burguesía, que empezamos a encontrar muchedumbres libres, y por eso el dicho medioeval "Stadtluft macht frei [nach Jahr und Tag]!", el aire de la ciudad te hace libre [después de cumplido el lapso para la "naturalización", para dejar de ser siervo].
En buenos tiempos, y con un buen patrón, por cada día de trabajo el siervo recibiría, como compensación a su corvée, un pan (posiblemente de aproximadamente medio kilogramo), los guisantes necesarios para una sopa, tres huevos y un cuarto de libra de queso (o tres huevos más en su defecto), para la Cuaresma, cuando estaban prohibidos los huevos y lacticinios, se le daba un arenque y nueces. La tierra de que disponía un siervo era de un mansus (posesión), equivalente usualmente a cerca de 12 hectáreas, parcela inmensa para los ojos contemporáneos pero entonces, dada la baja productividad agrícola, apenas suficiente para subsistir con su familia; el siervo debía cultivar dicha parcela para sí y para pagar al señor las rentas en especie debidas, las que con el pasar del tiempo se convertirían en pagos en dinero. Además de estas estipulaciones contractuales convenidas con el siervo, el señor tenía derecho a declarar banalidades, contribuciones especiales sin contraprestación alguna, por ejemplo, en casos de guerra, pago de rescates, matrimonio de un hijo o una hija, etc., y a recibir pagos en dinero o en especie en caso de muerte del siervo, matrimonio de alguno de los hijos del siervo, derecho de contraer nupcias si era sierva, derecho a ser sepultado, y las muchas "libertades" de disposición que podían convenirse con el señor (para heredar, para enajenar el mansus, para explotar el bosque o los ríos, etc.). No fue sino con la Reforma protestante que los rasgos de la servidumbre se dulcificaron, aunque no ciertamente en todos los países protestantes. Asimismo, por lo menos en Inglaterra, la Reforma promulgó la Ley de Pobres que puso a cargo de las parroquias del reino velar por que ningún inglés padeciera hambre, sistema de seguridad social que, pese a muchas consecuencias indeseables que no vienen aquí al caso, fue la red básica de protección para toda la población rural inglesa hasta el siglo XIX.
Gracias a la feudalización de los ministerios eclesiásticos, los señores feudales se apropiaron de los derechos económicos eclesiásticos y percibieron los pagos que los fieles hacían mediante limosnas, para el culto, los sacramentos, etc. Esto era causa de pérdida casi total de libertad de acción de la Iglesia frente al poder civil, por lo que -sobre todo la curia romana- luchó por independizarse: la confusión de autoridad civil y autoridad eclesiástica resultaba en que muchos eclesiásticos fueran a la vez autoridad civil, lo cual no podía menos que ser así en un sistema político, el feudalismo, en que de la posesión de la tierra dimana el poder político, y donde la Iglesia y sus órdenes monásticas eran el mayor terrateniente de Europa: según el vértice desde el que veamos las cosas, podríamos hablar de una sacralización de la sociedad civil, gobernada por príncipes eclesiásticos, en lugar de una feudalización de la Iglesia, cuyos privilegios hubieran caído en manos de príncipes laicos. Discurso que tiene consecuencias más allá de la determinación de esferas de poder público y que nos lleva a lo que interesa a una crónica de la Cristiandad, a constatar que la Iglesia era un señor feudal como cualquier otro y que medraba con el trabajo de sus siervos y explotaba sus privilegios, como poseedora del capital por excelencia disponible entonces, la tierra. Por eso la vida cotidiana del monje y del obispo estuvo asentada sobre la justicia o injusticia de aquel modo de tenencia de la tierra, sobre la servidumbre como normativa de la relación con el prójimo, en lugar de la libertad e igualdad, propias del cristianismo. Es con el nacimiento de las ciudades, los burgos con sus burgueses, que empieza a existir una esfera de acción independiente del señor feudal, en la que podrán haber iniciativas propias de individuos libres, premisa indispensable para que renazca la libertad paulina, la libertad cristiana.
Aunque en las villas feudales existían cortes de justicia en que los siervos estaban representados, el hecho de que la tierra perteneciera al señor, y que la tierra fuera el único medio de producción disponible para la inmensa mayoría de la población, hacia imposible la existencia de condiciones en que la dignidad humana fuera respetada, como la concebimos hoy en día o como imaginamos que siempre la ha concebido el cristianismo. No era fácil acceder, por vías contractuales, a poseer tierra, a menos que se perteneciera a la clase terrateniente, porque poseer tierra era poseer poder político, no meramente poder económico. En cierto sentido podríamos imaginar la situación como si la tierra estuviera fuera del comercio de los hombres, pues era un bien negociable solo entre las clases (políticamente) dominantes y cuya posesión no estaba disponible para toda la población, sino solo para parte de ella, e incluso para esta clase dominante en forma (al menos inicialmente) restringida, por el dominio eminente del respectivo señor feudal superior.
En estas condiciones la mercancía de mayor tráfico fueron los seres humanos, los siervos, adquiridos mediante contratos de en feudación[1], "mercancía" de frecuente tráfico, por ser la principal para hacer producir la tierra, adquirida usualmente mediante contratos vitalicios y hereditarios, es decir, que los siervos fueron bienes muebles propiedad del señor, como lo sería, por ejemplo, el ganado. De esto se derivaban consecuencias que a nuestra mentalidad parecen imposibles de aceptar, por ejemplo, que si un siervo era muerto, el victimario debía indemnización no a la familia del difunto, sino a su señor; o que si un padre siervo de un señor, permitía que su hija fuera de cascos livianos, debía una indemnización a su señor, equivalente a la dote que la doncella fácil habría obtenido, de ser virtuosa, o que al fallecer un siervo que hubiera acumulado fortuna, le correspondiera la herencia a su señor y no a su familia. Todas consecuencias de ser el siervo un bien mueble, propiedad del señor, no una persona, un prójimo.
¡A pesar de estas degradantes realidades de inhumana sujeción, algunos autores eclesiásticos pretenden que la Iglesia habría acabado con la esclavitud ya desde el siglo IV! Este sometimiento a otros, como si no fuera de suyo intolerable, se hacía más pesado por el régimen jurídico a que el siervo estaba sometido, que, aunque dulcificado, era derivado del correspondiente al esclavo en el derecho romano, por lo menos en muchas partes de Europa, lo que complicaba notablemente el derecho familiar: ni el esclavo, ni tampoco el siervo, podían contraer justas nupcias, sino sólo connubium o sodalitia, mancebía, por lo que en realidad no estaba unido por el sacramento del matrimonio y sus hijos no le pertenecían, sino que el señor podía disponer de ellos, tanto como de los cónyuges. El derecho matrimonial católico zanjó esta situación de minusvalía del siervo, en teoría, en 1150 mediante un decreto del Papa Adrián IV, declarando existente el matrimonio entre siervos y obligando, a lo sumo, a que pagas en una indemnización al señor, la cual era obligada si el cónyuge era de otro señorío (porque los señores perdían, parcialmente, al deber compartirlo con el otro señor, el derecho de propiedad sobre los hijos que procreara dicho matrimonio), pero en la práctica es muy probable que el derecho matrimonial se aplicara a los hombres libres, es decir a una minoría de la población, a las clases altas. Como el principal interés de éstas era mantener el poder político, es decir, las propiedades territoriales, el derecho de familia cristiano y las normas que regularon el sacramento del matrimonio no estuvieron influenciadas principalmente por ideas religiosas, sino patrimoniales. La indisolubilidad del vínculo, principio tan eminente a los ojos del católico contemporáneo, lo era solo desde el punto de vista teórico (por haberlo así dispuesto el Señor Jesucristo), pero no como realidad cotidiana. Las regulaciones matrimoniales, conforme avanzamos en estos siglos, van siendo centralizadas más y más en la curia romana, lo que produjo beneficios fiscales eclesiásticos por el oficio de dispensar o eximir de reglas impuestas por la misma curia para declarar inexistentes matrimonios que lo eran conforme a la costumbre y a la ética cristiana.
No es sino hasta el Concilio de Trento (1563) que la Iglesia exige la presencia del ministro para la validez del matrimonio, antes eran clandestinos, conforme a la terminología actual, lo cual quiere decir que no existía registro oficial de que se hubieran realizado (excepto por supuesto entre las clases altas que lo celebraban ante notario para estipular los derechos patrimoniales consiguientes). Todo matrimonio, entonces como hoy, estaba sujeto a reglas, a impedimentos; los impedimentos matrimoniales son de dos clases: los dirimentes (que lo hacen nulo) y los impedientes (que lo hacen ilícito, pero válido). Tanto unos como otros están fijados por la Iglesia, administrativamente, y son ellos los que dan pie a que la teoría de la indisolubilidad matrimonial resultara una farsa en la Edad Media, pues las condiciones de validez del matrimonio no las llenaba casi nadie, ya que casi todos lo habían celebrado viciado con impedimentos dirimentes: todo lo que se necesitaba era un pronunciamiento eclesiástico para disolver el vínculo. Los principales impedimentos dirimentes a que me refiero eran los de parentesco y los de afinidad. La consaguineidad directa (abuelos, padres, hijos) lo anula siempre y la lateral o colateral (hermano, tío, sobrino,primo) según el talante de la época; inicialmente (por lo menos hasta el 1215) estuvo prohibido (so pena de nulidad) el matrimonio entre quienes tuviesen consanguineidad (o afinidad) hasta el sétimo grado, ¡en razón de ser siete las articulaciones del brazo!: con ocasión del Concilio Laterano Inocencio III las redujo hasta el cuarto grado, basados en razones "científicas"[2], hoy en día está limitado al tercer grado, quizás por la mayor perfección de este número; la afinidad es la relación de parentesco con los parientes del cónyuge, y así como es nulo el matrimonio contraído con el hermano o hermana, igualmente lo es el contraído con el cuñado o cuñada. En las pequeñísimas comunidades de la Edad Media era prácticamente imposible, si uno se casaba dentro de la propia comunidad, hacerlo con alguien con quien no se estuviera emparentado en sétimo grado, consecuentemente, la mayor parte de los matrimonios eran anulables con el debido proceso eclesiástico. En gran medida era una trampa (un "catch 22" que diríamos ahora), pero una trampa puesta por la Iglesia y sin duda explotada por ella en su beneficio: el asunto es todavía más chocante al considerar que en las comunidades de la Edad Media no había registros públicos ni eclesiásticos, excepto para los señores, por sus contratos civiles, por lo que a la mayoría de la población le era materialmente imposible determinar sus relaciones de consanguinidad o afinidad más allá del segundo o tercer grado.
El resto de los sacramentos era igualmente motivo de apropiación económica por parte de los clérigos; ciertamente no sin fundamento, puesto que la situación del clero secular, de los párrocos, era tan miserable como la de sus parroquianos, pues, como ya dije, las rentas eclesiásticas no eran percibidas por los párrocos, sino por sus señores feudales, fueran estos laicos o eclesiásticos (abadías, obispado, curia romana). Por esta razón los clérigos no dispensaban gratuitamente, como era el ideal eclesiástico, el bautismo, el matrimonio, los funerales, o el sepelio, sino que obligaban a los fieles a pagar, incluso con recurso a los más drásticos medios, tolerados por el sistema civil.
Se llegó hasta a interpretar, con una exégesis muy musulmana por cierto, la charitas cristiana como elemosina: dar limosna como equivalente del amor al prójimo; limosnas que usualmente se dispensaban por intermedio de la Iglesia, la que se convirtió así en administradora de la caridad cristiana, con provecho.
Las costumbres de la época eran bárbaras, como lo pone de manifiesto el jus prima noctis, por el cual el señor feudal tenía derecho, si el siervo no pagaba el canon estipulado para contraer nupcias, a pasar la primera noche con la recién casada; costumbre que no debe haber tenido la universalidad que algunos escritores le suponen, sino que era lo que subsidiariamente debía darse por quienes no podían o querían pagar la tasa debida al señor para contraer nupcias.
Asimismo, llama la atención que, en sociedades pretendidamente cristianas, fuera general la explotación de la prostitución por las municipalidades citadinas, y que -incluso- en Roma, ciudad sacerdotal, con una proporción de célibes muy elevada, y también de prostitutas (de 10 a 40 mil en una población de 100 mil, en el siglo XVI, según algunos autores, probablemente exagerados), fuera la curia romana la que percibía dicha tasa (debe hacerse la salvedad de que se fundaron congregaciones religiosas que recogían a las prostitutas cuando decidían "honrarse" y abandonar su azarosa vida). Para no presentar un panorama demasiado sombrío, debe aclararse que estas situaciones eran motivo de escándalo en la época, como lo serían en la nuestra, pero toleradas por la mayoría silenciosa, como diríamos hoy en día, tanto ayer como recientemente, pues la "regulación" (debería decir explotación) municipal de la prostitución en Italia (y en Roma, aunque no por la Iglesia) perduró hasta 1960, si la memoria no me traiciona, sin que la conciencia cristiana hallara ofensa, ni pensara en ponerle remedio durante los siglos anteriores. Igualmente llama la atención que, cuando los cristianos medioevales se lanzaron a la guerra santa para redimir a los paganos, la obra de redención cedió ante la conveniencia económica y se denegó el bautismo a esos paganos, cuando se convertían a la fe de Cristo, en razón de que, como cristianos, no podían ser esclavos, como sí los paganos, sino solo siervos, con mayores derechos que esclavo. ¡Las guerras santas cristianas eran, pues, para convertir paganos, siempre que ello no implicara sacrificar un mejor negocio!, ¡vaya cristianismo!
La misma Iglesia era dueña de muchedumbre de esclavos, además de los siervos; las órdenes monásticas inicialmente tuvieron prohibición de poseer esclavos, pero acabaron teniéndolos (en Occidente; los monasterios de la Iglesia Oriental nunca poseyeron esclavos); si bien San Benito de Aniano (750-821), el gran reformador de la regla benedictina liberó a todos los esclavos de las tierras de sus abadías, no sucedió lo mismo con el derecho eclesiástico, que cada vez dificultó más la liberación de esclavos de propiedad eclesiástica, incluso prohibiéndola, por cuanto ningún abad tenía derecho a disponer de propiedad que no era suya, sino de su monasterio. No le va razón al Papa León XIII cuando afirma que la Iglesia ordenó a todos sus obispos liberar a los esclavos que hubiesen servido fielmente por tiempo determinado, ni que estuviera permitido a los obispos liberar a sus esclavos por testamento. Todo lo contrario, las abadías, la curia y los obispos fueron de los mayores dueños de esclavos, y debían curar de ellos, es decir, conservarlos como buenos padres de familia, sin dilapidar este patrimonio que no era de ellos sino de la congregación respectiva: algunas congregaciones tenían hasta quince mil siervos (la Iglesia Rusa, en 1760, poseía más de un millón de siervos); como si la praxis no fuera suficiente, fue reforzada por la teoría, pues los más grandes pensadores eclesiásticos defendieron la esclavitud considerando que no era contraria al derecho natural (Tomás de Aquino, Egidio Colonna, discípulo del aquinate, Alfonso de Ligorio y así hasta nuestros días). Santo Tomás llega incluso a sostener que la Iglesia puede "disponer de los bienes de los judíos como a bien tenga", por ser ellos naturalmente sus esclavos (Summa Theologica 2a 2aelig, q.X, art. 10). El pensamiento cristiano medioeval no siguió en esto de la esclavitud a Cristo, sino a Aristóteles, para quien la esclavitud es una condición natural de la humanidad.
Los primeros cristianos que lucharon abiertamente contra la esclavitud fueron los cuáqueros y el líder mundial de esta cruzada a partir de 1785 fue Wilberforce. La Iglesia católica hubo de esperar hasta Gregorio XVI para declarar, en 1839, que la esclavitud era contraria a la moral cristiana, declaración que contradecía lo estipulado por el Concilio de Reims (625): "ningún obispo venderá ni los esclavos ni las propiedades de la Iglesia", y a los Decretos de Graciano (LIV, c.22, traduzco libremente) de 1140 que estipulan:
ningún abad o monje liberará a ningún siervo de su monasterio, pues quien nada posee como propio no puede donar bienes ajenos.
Por eso a los esclavos o siervos, más fácil les era obtener la manumisión si su señor era laico, que si eclesiástico; además, si eran manumitidos por la Iglesia, permanecían sujetos a su autoridad, pues esta nunca caduca: así que, ni libertos, eran plenamente libres.
Si he insistido tanto sobre este punto de la servidumbre o esclavitud es porque el amor al prójimo y el auxilio al necesitado fueron los carismas distintivos del cristianismo, y de las virtudes fundamentales, fe, esperanza y caridad, según el decir de Pablo, las dos primeras pasarán, pero la caridad vivirá eterna, cuando se cumplan los tiempos. Por ello si una civilización no pudiera mostrar respeto al ser humano, como la medioeval nunca supo hacerlo, no podríamos decir de ella, más que figurativamente, que hubiera sido cristiana.

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