jueves, 3 de septiembre de 2009

EL CISMA DE OCCIDENTE 1054

El cisma, la separación, de la Iglesia católica romana y la oriental se produjo en el 1054 y se mantuvo hasta 1965; en el siglo XV, cuando la Iglesia occidental gozó de gran prestigio en Bizancio, hubo intentos de zanjarlo, que resultaron infructuosos por la oposición del clero llano oriental.
Podría aventurarse que la separación de Occidente fue debida al mayor dinamismo intelectual de la iglesia romana, o al exceso de conservadurismo de la oriental: al horror con que ella vio la innovación teológica, que eran los vientos de fronda que barrían, con la escolástica, los monasterios y las universidades occidentales. Todo esto no estaba aún maduro en el 1054, cuando del cisma se produjo, pero fue lo que hizo que esta vez la separación se mantuviera hasta nuestros días (muchas otras veces se habían excomulgado y reconciliado pontífices y patriarcas orientales: la ultima reconciliación se había producido en el 920).
Poco tuvo de teológico, ni tan siquiera de solemne, lo que precipitó las cosas: Juan XIX (en 1024) había aceptado la fórmula que proponía el Patriarca bizantino, para dirimir el asunto de la supremacía de la cátedra de Pedro, llegando a una fórmula contemporizadora, que permitía la política hegemónica en que Roma estaba empeñada, y la eminencia que Bizancio, como segunda Roma y sede imperial, pretendía para su Iglesia. Esta fórmula estipulaba: "con el consentimiento del Obispo de Roma, la Iglesia de Constantinopla será llamada y considerada universal en su propia esfera tal como la de Roma lo es en el mundo" (Chadwick y Evans, p. 56; traducción libre), ambas serían universales, sólo que Roma lo sería más, para decirlo orwellianamente. A Juan XIX la fórmula le satisfizo, pero no así a los "norteños", monjes provenientes de los monasterios de Cluny y del Cister que por entonces comandaban en la Curia, dispuestos a terminar con la corrupción y la pornocracia en el pontificado, así como con la sujeción de la Iglesia de Roma a la aristocracia romana, para hacer de Roma un espejo de buenas costumbres y cristianismo. Ellos adversaron las concesiones implícitas en este otorgamiento de autonomía a la sede patriarcal bizantina y a la postre el Papa retiró su consentimiento a este compromiso teológico, quedando latente el disenso y ambas iglesias sentadas sobre el barril de pólvora que explotaría en el 1054.
La Iglesia oriental, hasta esta época, veía como "bárbara" a la latina, pero, por haber sido fundada por Pedro le reconocía preeminencia, además de que envidiaba y deseaba preservar la independencia que gozaba Roma, por razón de distancia y dificultad de comunicaciones, frente al poder imperial: pero todo esto no era suficiente para superar el desprecio profundo hacia esta forma de cristianismo, el occidental, cuyos fieles y clérigos ni leían el griego, ni estaban a la sombra del Emperador, ni seguían al pie de la letra las enseñanzas de los padres (en gran parte porque ni leerlos podían, al ignorar el griego); además habían introducido variadas abominaciones teológicas: la celebración de la misa con pan ácimo, el celibato de los clérigos (en la Iglesia oriental sólo los obispos y los monjes estaban obligados al celibato... ¿cuánto del repudio del clero llano bizantino hacia Roma estaría basado en el temor de que una comunión plena con ella significaría introducir, a la postre, el celibato eclesiástico en Oriente?), y la pretensión (originalmente hispánica y franca) de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (Filioque procedit, en latín) y no sólo del Padre como habían establecido los padres conciliares, que fue lo que formalmente causó el cisma.
¿Es tan importante la distinción teológica sobre la procedencia del Espíritu Santo?, más de lo que a primera vista aparenta: en el desarrollo de la cristología, Cristo había pasado (como vimos en el acápite "La divinización de Cristo" en la primer aparte de este estudio (Acta Académica, mayo 1991) de "Logos encarnado, creador del universo y la humanidad, pero subordinado a Dios y sujeto a los comandos del Padre" (¶ tercero) a "homoousios", a ser consubstancial con el Padre; la única subordinación restante, por la que el Padre sería superior al Hijo, era que el Padre fuera el origen de las personas segunda y tercera de la Trinidad: en cuanto los teólogos de la iglesia de España, primero, y los carolingios luego, interpretaron que el Espíritu provenía del Padre y del Hijo, las dos primeras personas pasaron a ser, por así decirlo, idénticas.
La Iglesia de Roma no se adhirió inicialmente a esta interpretación, pero a partir de Carlomagno comenzó a aceptarla y ya en el siglo XII la hizo suya, convencida además de que era una fórmula antiquísima y de que los bizantinos eran quienes estaban en defecto, en su respeto a la tradición.
Con todo y la importancia de estas cosas, no fueron ellas las que hicieron explotar el barril de pólvora; la separación se originó en forma muy poco solemne, improvisamente, casi como un sainete: el Papa León IX (+1054), comprometido con la reforma eclesiástica, se vio en apuros para sacarse de encima a su protector, el Sacro Emperador Romano (Enrique III), por lo que acudió al Emperador bizantino, en procura de asistencia militar, enviando dos legados principalísimos de la Curia, "norteños" -como el mismo Papa-, quienes , en el trámite de esta ayuda militar, se enredaron en una discusión teológica, sobre la primacía y las abominaciones de la sede romana, disputa que zanjan, extremistas como buenos norteños, excomulgando al Patriarca de Bizancio y abandonando la ciudad; Bizancio contesta, después de convocar un sínodo, excomulgando al Papa.
Esta mutua excomunión no es vista por la cristiandad como un rompimiento catastrófico pues, repito, es cosa a la que estaba acostumbrada, por no ser la primera.
No es pues el cisma lo que convierte a este suceso en un hito de la hisotria eclesiástica, sino el que corresponde a esta época al nadir de la vida cristiana de la iglesia de Roma: probablemente en ninguna otra edad cayó más hondo: pero también fue cuando se dieron "in nuce" todos los elementos de un gran despertar espiritual, el resurgimiento intelectual y el florecimiento de la disciplina eclesiástica que será la historia de la Iglesia de Roma y de Occidente en los siglos posteriores.

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