viernes, 4 de septiembre de 2009

EL CONCILIO VATICANO II.

Convocado por Juan XXIII (1881-1963) el 25 de diciembre de 1961, comenzó el 11 de octubre de 1962 y finalizó el 8 de diciembre de 1965.

Como signo de ecumenicidad levantó, oficial y solemnemente, la excomunión (1054) contra Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla, ya derogada en el XVII Concilio ecuménico de Florencia (1438-1445), convocado para la reunión de las Iglesias romana y griega,[1] pero, por así decir, traspapelada desde entonces; Roma empieza a hacer las paces con las demás sectas cristianas, tanto ortodoxas como disidentes.

Después de un milenio de incongruencia, la iglesia universal dejará de ser romana u ortodoxa (griega), para ser, simplemente, católica.

Esta inmensa conversión no es puesta de manifiesto en lo formal, y los documentos de este concilio abundan en palabrería, logomaquia, ampulosidad, más que todos los sínodos conciliares anteriores juntos; hay, sí, una retirada general de la jerarquía, que incluso hasta renuncia a la exclusividad religiosa, aceptando no ser los únicos poseedores de la verdad y del mensaje cristiano, pero a cambio pretende un protagonismo mayor en todas las cosas, estableciendo, por así llamarlas, directrices sobre todo lo humano y divino, y todo –como en el pasado– al unísono, como si fuera una falange griega.[2] Vale la pena recalcar, para reiterar, que la Iglesia romana se muestra humilde, reconociendo la existencia de otras fuentes fuera de ella misma, pero al mismo tiempo, más profundamente, se inmiscuye en todo, pretendiendo "ser todo para todos".

El concilio fue convocado por Juan XXIII, gracias a una inspiración aparentemente venida de lo alto y muy directamente a él; se inició el 11 de octubre de 1962, pero el pontífice murió antes de que se produjera ningún decreto conciliar; será su sucesor, Pablo VI (1897-1978), el Montini secretario de estado de Pío XII, quien promulgue los cánones, lo que hace como "Pablo Obispo juntamente con los Padres del Concilio", no como Papa, y rubrica "Pablo, obispo de la Iglesia católica".

Dentro de esta misma tesitura, se definirá el misterio de la Iglesia señalando que no mueve a la Iglesia el condenar errores,[3] sino "las condiciones de estos tiempos". Y audazmente se abre a todos los hombres de recta conciencia aseverando que "en todo tiempo y lugar son aceptos a Dios los que le temen y practican la justicia" (Hechos, 10, 35), pero de seguido, como arrepintiéndose de tanta audacia, reafirma la doctrina tradicional de que el pueblo de Dios constituye una unidad, un cuerpo, es decir una asamblea, una iglesia, pues Dios no quiso salvar a los hombres

9. …individualmente y aislados entre sí, sino constituir un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente... que se condensara en unidad no según la carne, sino en el Espíritu y constituyera un nuevo Pueblo de Dios.[4]

Pero todo sin perjuicio de la necesidad de esta Iglesia, congregación o cuerpo, para la salvación individual, pues:

14. ...esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Pues solamente Cristo es el mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cfr. Mc 16,16; Io 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como puerta obligada. ibídem.

Afortunadamente, estos dejos reticentes son tirados por la borda en un afán de ecumenismo, indudablemente sincero y sentido, y se afirma paladinamente, a contrapelo de la Iglesia de Roma preconciliar:

15. La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos los que se honran con el nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan integramente la fe, o no conservan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro... están marcados con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias iglesias o comunidades eclesiales otros sacramentos. Muchos de ellos tienen episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios... el Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para que todos se unan en paz, en un rebaño y bajo un solo pastor, como Cristo determinó... ibídem.

Igualmente hay un esbozo de un modo de ser más, por así decir, "protestante" cuando se refiere al carácter sacerdotal de todos los fieles, y no exclusivamente de la clerecía, aunque cum grano salis:[5]

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordenan el uno para el otro, aunque cada cual participa de forma peculiar del único sacerdocio de Cristo. ibídem.

Con la salvedad, eso sí, de que:

Su diferencia es esencial, no solo gradual. ibídem.

Quizás por vez primera Roma acepta de manera clara y distinta que dentro de la unidad monolítica es bienvenida la diversidad y así, aunque con alguna reticencia, se afirma:

en la comunión eclesiástica existen Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias, permaneciendo íntegro el primado de la cátedra de Pedro, que preside todo el conjunto de la caridad, defiende las legítimas variedades, y al mismo tiempo procura que estas particularidades no solo no perjudiquen a la unidad, sino incluso cooperen a ella. ibídem.

16. "... Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. ibídem.

No obstante,

...no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, desdeñaran entrar o no quisieran permanecer en ella. ibídem

Nuevamente, se asusta del primer impulso de audacia y se retrae, con lo que la conflagración anunciada, acaba en meras pavesas.

***

En lo relativo a la organización de la Iglesia, se dio mayor énfasis al obispo, pero sin por ello llegar a la colegialidad; Roma permanece suprema, aunque ahora reconozca la jefatura eclesiástica diocesana del obispo (cfr. Constitución Jerárquica de la Iglesia, ## 21, 22) y especialmente el

27... los obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto y organización del apostolado... y no deben ser tenidos como vicarios del Romano Pontífice, ya que ejercitan potestad propia y son, en verdad, los jefes del pueblo que gobiernan.

Otras innovaciones conciliares están representadas por la abrogación de prohibiciones ancestrales: la lectura de la Biblia, que ahora se recomienda, y hasta se acepta que haya traducciones no exclusivas de la catolicidad romana (consecuencia quizás del relativo atraso de la Iglesia católica, respecto de otras comuniones cristianas, en este campo); la celebración de la misa en idioma vernáculo, permitida por el Concilio y estimulada por los diocesanos en casi toda la Iglesia romana, dejando en sus manos decidir cuánto sea vernáculo y cuánto latino en su celebración;[6] se aceptan y estimulan los ritos particulares de las diversas comunidades religiosas; se dictan normas para atenuar las festividades de los santos y recalcar la memoria de la redención; se reitera el celibato eclesiástico en el rito latino; se restablece la jurisdicción y potestades patriarcales, retornándose a lo que hubo cuando Oriente y Occidente eran uno; como consecuencia los presbíteros podrán confirmar además de bautizar; las iglesias disidentes dejan de considerarse réprobas y, todo lo contrario, se asevera que:

...aunque creemos que las iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no rehuyó servirse de ellas como de medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de verdad que se confió a la Iglesia católica...[7]

También el Concilio instaura lo que podría denominarse un diálogo con el mundo, retrocediendo de muchas de las posiciones tradicionales de la Iglesia romana: se acepta totalmente la libertad de conciencia, a la cual la persona tiene derecho aunque abuse de ella, la libertad de las mujeres para elegir estado (y esposo), y una cierta primacía de los laicos en la definición y desarrollo de la doctrina social y en la, por así decir, organización del mundo.

El concilio, no obstante, dejó muchas cosas de lado, muchas no quiso recalcarlas, otras las soslayó. No son cosas de poca monta, sino las que más atormentan a las conciencias auténticamente religiosas de los católicos: la hegemonía de Roma (el ecumenismo); el celibato eclesiástico, el ministerio sacerdotal de los fieles, el sacerdocio femenino; el divorcio, el aborto, la fertilidad en el hogar; y, finalmente, la homosexualidad. Puntos aún pendientes en la agenda cristiana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario