viernes, 4 de septiembre de 2009

LA IGLESIA ORTODOXA.

El cristianismo oriental difiere bastante, en cuestiones de énfasis, del occidental, al menos del occidental como llega a conformarse en el siglo XIX. Los temas en que más insiste, los cruciales para los orientales, son de carácter místico, en tanto que el problema de la justificación es el central para los occidentales.

Para la cristiandad oriental, lo importante es la participación del creyente en la vida divina (la santidad, el renacimiento del creyente, su resurrección y transfiguración en Dios). La rectitud de vida cede lugar ante el amor divino, que es traído a primer plano; en el terreno práctico esto se manifiesta en el menor desarrollo e importancia del sacramento de la penitencia, la cual es secundaria respecto de la educación para la santidad (la fórmula de absolución empleada por los orientales, no es una declaratoria de perdón, el ego absolvo te romano, sino una petición para lograr el perdón divino). En las iglesias orientales no hay ni una práctica ni una doctrina de las indulgencias, tampoco una intervención eclesiástica en ultratumba, para perdonar y redimir, lo cual no debe entenderse como repudio a la práctica de la intercesión por los muertos, pues ella se deriva del ligamen de todos los cristianos, que no es destruido por la muerte, pues en la misma manera que se intercede por los vivos, se intercede por los muertos.

La organización eclesiástica oriental difiere de Occidente, pues sus obispos nunca fueron administradores políticos, como en Occidente, ni durante la dominación otomana, aunque entonces fueran nombrados etnarcas –es decir, administradores públicos de la grey cristiana–, pero con grandes limitaciones y para cuestiones muy específicas. Podríamos decir que en esto la cristiandad oriental, comparada con la occidental, carece de concepciones jurídico-legalísticas, tan abrumadoras en la occidental.

También en lo intelectual difieren, pues, como ya dije, entre los orientales la sistematización de la justificación escasamente halla cabida; la teología oriental, contrariamente a la occidental, no presta atención a la justificación del cristiano, sino a la participación del creyente en la vida de Dios, a la deificación del hombre. Esto no quiere decir que el teólogo oriental desconozca las cuestiones de la justificación (hubo de enfrentarlas en los siglos XVI y XVII por el contacto con las iglesias reformadas occidentales), pero es algo que vino de fuera, porque el concepto mismo de pecado es diverso en oriente y entre nosotros: para nosotros el pecado es una violación de las reglas, establecidas por Dios, de relación con la divinidad; para el oriental se trata de una disminución de esencia, de una especie de infección o enfermedad que destruye la imagen de la divinidad que somos; la redención no es la restauración de una relación jurídica, sino un renacimiento, una renovación, un volver a ser la imagen divina en plenitud: una transfiguración o una deificación. Consecuentemente la idea del amor de Dios, no la de nuestra culpa, es dominante en la Iglesia Ortodoxa y, por estar tan definitivamente encauzados a la divinización o santificación del hombre, el Paracleto, el Espíritu Santo, adquiere un protagonismo en la vida de la fe que en Occidente desconocemos. No es de extrañar, pues, que los ortodoxos escasamente entiendan el problema crucial de la Reformación en Occidente y a lo sumo lo vean como el rechazo de algunas de las prácticas de la Iglesia romana (celibato eclesiástico, supremacía papal), pero la cuestión central, la de la justificación por la fe sola, ha sido comprendido en su primordial magnitud sólo por algunos teólogos orientales educados en Occidente.

Vale un repaso, para recalcar este modo de ser de los orientales[9]. Para la cristiandad occidental el problema primario es el de si somos justos o no; este interrogante es igualmente crucial para el oriental e igualmente insondable; pero como al respecto, occidentales u orientales que seamos, nada podemos concluir, quizás no valga la pena ponerse el problema, ya que a nada podremos llegar; indaguemos cuanto indaguemos, nuestra predestinación siempre será un misterio. Entonces, ¿por qué no partir de allí e interesarnos, más bien, en cuánto podemos crecer en la vida divina, en lugar de en si estaremos o no llamados a ella? Si adoptamos este punto de vista constataremos que no se trata, en nuestra vida espiritual, de perder o recuperar la salvación, sino de elegir entre marchitarnos o crecer espiritualmente, y en este afán será el Espíritu Santo el centro de nuestra vida de la fe. No seremos tan Cristocéntricos como los occidentales, sino que tendremos una relación vital y existencial mucho más profunda con el Paracleto. Según San Atanasio (295-373), doctor de la Iglesia, Patriarca de Alejandría, principal defensor –contra los arrianos– de la consubstancialidad del Padre y del Hijo, y autor de nuestro Credo, la razón de ser de la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Cristo fue hacer posible la venida del Espíritu Santo a los hombres.

Principales comunidades ortodoxas: Repasemos, seguidamente, las principales comunidades ortodoxas, a finales del siglo XIX:

La Iglesia Ortodoxa Rusa, la mayor de las iglesias autocéfalas orientales (hoy en día tiene unos ochenta millones de adherentes). Con un milenio de evangelización, ingresó a la comunidad cristiana con el bautismo, en Constantinopla, de la reina Olga de Kiev en el 957 y luego de su nieto, el rey Vladimir, en el 988. Desde entonces y hasta 1448 la Iglesia rusa fue dirigida por el metropolitano de Kiev, quien desde 1328 residió en Moscú. Durante la ocupación mongola (siglos XIII a XV) la Iglesia rusa gozó de privilegios fiscales y el monasticismo creció notoriamente. En 1448 los obispos rusos eligieron su propio patriarca, fuera del control y autorización constantinopolitana, con lo que se transformaron en iglesia autocéfala; en 1558 Constantinopla aprobó el patriarcado para Moscú, con la prelación quinta después de los de Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Como se indicó en la primera parte de este capítulo, en 1721 el zar Pedro (el Grande) abolió el patriarcado de Moscú y lo sustituyó por un Santo Sínodo, conforme al modelo de los sínodos luteranos de Suecia y Prusia, estrictamente controlados por el Estado. En la primera mitad del siglo XIX el jefe procurador (Oberproktor) del Sínodo, un laico, fue investido con rango ministerial y ejerció efectivo y total control sobre la Iglesia rusa (situación que se mantuvo hasta 1917, cuando empeoró con la Revolución Soviética).

Iglesia Ortodoxa Griega. Organizada bajo el mismo esquema de la Iglesia rusa, se fundó luego de la guerra de independencia griega (1821-28), en la actualidad es una de las más importantes congregaciones ortodoxas autocéfalas, condición que mantiene desde 1833 y que fue reconocida por el patriarca ecuménico (Constantinopla) en 1850. Tanto su vida eclesiástica, como su clerecía (nivel de estudios, conventos, entrenamiento clerical) han sido y son pobres, pero tiene un profundo arraigo entre la población.

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